Hace poco escuché a un famoso predicador mencionar el “síndrome del impostor”, no dio mayor detalle, pero por el mensaje que estaba dando, entendí que podía tratarse de una afectación en las personas que aparentan lo que no son o no tienen para ser admiradas, ocultando aquellas partes oscuras que no quieren que salgan a la luz.
Busqué un poco en internet acerca de este síndrome y no se trataba exactamente de eso, pero tampoco estaba tan lejos de aquella interpretación; aunque no está reconocida científicamente como una afección a la salud mental, se ha usado en psicología clínica y ocupacional. Me causó cierta curiosidad que el término fue acuñado en 1978, por dos psicólogas, después de llevar años trabajando con mujeres exitosas en los ámbitos académico y laboral, pero que, a pesar de ello, así mismas no se veían exitosas, por el contrario, percibían ese éxito como algo falso, como si estuvieran engañando a los demás.
Bajo este síndrome, de acuerdo la lectura, las personas tienden a ser autoexigentes de manera exagerada, según ellas, hay que hacer lo que sea posible para evitar que se descubra que realmente no son tan inteligentes o evitar llegar a perder el reconocimiento que han tenido como profesionales, lo peor de esto, es que dicha exigencia se extiende a todos los campos de la vida, no solo al profesional, académico o intelectual.
Cuando terminé de leer, automáticamente dije: ¡Vaya! Creo que todos padecemos o hemos padecido en algún momento este síndrome, con razón no ha sido oficialmente reconocido, no hay seguridad social que cubra un tratamiento para tanta gente.
La sociedad, que aún no se sabe imperfecta, demanda tanto de nosotros que de alguna manera queremos suplir sus expectativas profesionales, personales, físicas y hasta espirituales. Nos sentimos obligados a ser el mejor en el colegio, así sea haciendo trampa; a tener el mejor empleo, así sea negociando valores; a contraer matrimonio, así sea con un hombre maltratador e infiel o una mujer pendenciera; a vernos esbeltos, así sea sometiendo el cuerpo a entrenamientos y dietas rigurosas y, el peor de los casos, a sentarnos en la iglesia con la biblia bajo brazo o un rosario entre los dedos, en primera fila, con actitud de piedad y devoción, para vernos cristianos, dignos, libres de pecado y de toda condenación.
Con toda razón surge esa sensación de engaño y esa carga pesada de vernos obligados a mantener una buena imagen para que no se descubra que no somos los más inteligentes, los más éticos, que nuestra relación amorosa no es tan linda, que nuestro cuerpo puede verse bien, pero está enfermo y que realmente no somos tan buenos como parecemos. Claro, tampoco podemos irnos al otro extremo, lastimosamente también puede pasar que sí seamos excelentes en muchos ámbitos de nuestra vida, pero aun así la misma exigencia de las personas que nos rodean o nuestra baja autoestima no nos permita reconocer que, en efecto, es así.
Mostrar el verdadero “yo”, tampoco significa ir por la vida ventilando nuestras tristezas, faltas o defectos y hacer como si no importara, que somos así y punto; se trata de encontrar un equilibrio y buscar constantemente tener una relación sana con nosotros mismos, ya sea que se apruebe o no por terceros.
No está mal exigirnos ser buenos en lo que hacemos o incluso el mejor, no está mal aspirar a la excelencia o a las cosas buenas de la vida, pero conseguir nuestros propósitos no debería tener como fin complacer o impresionar a alguien, más sí debería conducirnos a alcanzar la propia satisfacción por haberlo hecho bien o por haber conseguido algo por lo que tanto nos esforzamos; el premio debe ser el sentirnos orgullosos de nosotros mismos, no de cumplir con las exigencias de personas que no nos conocen, no le importamos o que quizás les parezca que ese gran esfuerzo que hicimos no es suficiente.
Si, por el contrario, no lo logramos, se vale sentir enojo, se vale sentir tristeza, se vale reconocer que de una u otra manera fallamos, incluso se vale sentir frustración por la sencilla razón que hay cosas que no están bajo nuestro control; lo que no se vale es lidiar eternamente con la tristeza, el enojo o la frustración. Hay muchos factores en nuestra vida: las finanzas, las relaciones, el lugar en que vivimos, el entorno en el que nos desenvolvemos, entre otros, que pueden favorecernos o limitarnos, es totalmente posible que alguien que se esfuerce mucho no logre su objetivo y que alguien con poco esfuerzo sí lo logre, también es posible que alguien que cuenta con todo a su favor no se esfuerce por conseguir sus metas y alguien que tiene todo en contra logra lo que se propone; como sea hay que seguir adelante.
¿Cuál es el afán de querer mostrar que todo está perfecto? Quítate esa carga de sentir que debes complacer a una sociedad que nunca se complace, sobretodo que muchos de nuestros males, están expuestos a los ojos de todos, no se pueden esconder; ¿Cómo escondes un divorcio?¿Cómo escondes un embarazo que no buscabas?¿Cómo escondes el hecho de estar desempleado?, son cosas que tarde o temprano salen a la luz, así que no te avergüences, ni quieras ponerle cortinas de humo a las situaciones adversas, ponte en medio de la balanza, esfuérzate y sé valiente, no temas ni desmayes, que el Señor tu Dios estará contigo por dondequiera que vayas (Josué 1:9).
¿Para qué las apariencias? ¿Para ser aceptado (a) o para caer bien? No, procura caerle bien a Dios que te ama a pesar de que conoce ese lado que no quieres mostrar. Hay otra cosa que debes tener presente y es que también es mejor caerte bien a ti mismo.
Jesús tuvo muchos logros en la vida, muchos lo amaron, lo aman y seguirán amando, pero también muchos lo despreciaron, lo desprecian y seguirán despreciando, pero no por eso él dejó de ser quien era, quien es y quien será. En Apocalipsis 1:8, se reconoce a sí mismo como el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso; como decimos coloquialmente, “la tiene clara”.
Ahora, Jesús también pasó su trago amargo cuando fue a la cruz, en ese momento, aun siendo Hijo de Dios, no hizo alarde de ello, dice en Isaías 53 que no había nada hermoso ni majestuoso en su aspecto, fue despreciado y rechazado, conoció el dolor más profundo, cargó con todo el peso de nuestras debilidades, fue oprimido, tratado con crueldad, fue condenado injustamente, sabía que sería enterrado como el peor de los criminales. ¿Se puede alguien sentir dichoso pasando por algo así? No, así que Él, por muy Hijo de Dios que fuera, no fue la excepción, sintió el sufrimiento y no fingió estarla “pasando bueno” muy a pesar de que era por la salvación de toda la humanidad.
Si Jesús hubiera muerto en este tiempo, no lo imagino subiendo una foto en Instagram con la sonrisa de oreja a oreja y acompañando la imagen con el siguiente mensaje: “Aquí estoy feliz, orgulloso de morir por ustedes, no me duelen las heridas causadas por esta corona de espinas, no siento el peso de la cruz, porque me fortalece el saber que es por su salvación” No, no lo imagino, muy segura estoy que no lo habría hecho.
Muéstrate como eres, auténtico (a), sin caretas, si algo de ti no te agrada, cámbialo, pero por ti, incluso puedes hacerlo por amor a otras personas, pero nunca por demostrarle nada a nadie, esfuérzate por demostrarte a ti mismo lo valioso que eres y lo bueno que puedes llegar a ser, pero no te conviertas en impostor o impostora, porque es humanamente imposible llegar a la perfección y, aunque muy cerca puedas llegar a estar de ella, para la sociedad nunca va a ser suficiente, así que, te toman o te dejan, te aceptan o no te aceptan; busca primeramente la aprobación de Dios que te toma tal cual eres y si en tu corazón está entregarle tu vida, déjate moldear y alcanzar tu máximo potencial, sin juzgamientos, sin afanes. Te va a exigir, sí; te va a demandar esfuerzo, también; pero jamás más allá de lo que tú puedas soportar.
Oración: Tómame Señor, tal como soy. Aquí estoy en este encuentro contigo, frente a tu rostro, donde no puedo fingir, donde no puedo aparentar. Tú me conoces tal como soy, así me amas, así me aceptas, ayúdame a cambiar en mi todo aquello que no te agrade, confío en que tú te fortaleces en mis debilidades por ello llévame a tener la certeza que no necesito aparentar lo que no soy, ni tengo. Enséñame a aceptarme como soy, tengo muchos defectos, pero soy valioso (a), a pensar de ellos. Soy lo que soy en ti, no lo que hago ni lo que tengo o pueda llegar a tener. Hoy me despojo de la carga de tener que ser aprobado por los demás y descanso en tus brazos que me moldean con gracia y amor. Amén.
Jennifer Caicedo