Hasta hace pocos años en Fonseca no eran importantes los salones exclusivos, los patios con piscina o casas campestres para realizar eventos, sino que las reuniones sociales se realizaban en las casas familiares. Es más, en las casas, pero teniendo como lugar principal la terraza de la puerta principal de ingreso, el cual era después de la cocina el lugar favorito de reunión para las familias. Muy pocos usaban el patio, la sala o el comedor; las fiestas y la banqueteada diaria era en la puerta que además daba la opción de saludar a todos los que pasaban y a distraer el ojo. Como consecuencia del miedo a ser atracados, todo cambio.
La inseguridad y el miedo han afectado las costumbres de los pueblos, ese temor obligó a los individuos a cambiar sus estilos de vida. Pasamos de sentirnos libres a refugiarnos en nuestros hogares sustituyendo la alegría y vecindad por candados, cadenas, rejas de seguridad, cámaras y alarmas. Estas medidas de “autoprotección” nos han alejado de quienes viven en nuestra cercanía; hoy por hoy muy poco nos relacionamos con los vecinos de cuadra, lo cual afectó negativamente el tráfico de comidas y las celebraciones conjuntas en épocas de fin de año y días especiales. Ese miedo a ser violentados, además tiene importantes efectos sociales y económicos. Así, por ejemplo, se ha señalado que genera paranoia, promueve el desarrollo de estereotipos nocivos como en el caso de los migrantes venezolanos y acelera el deterioro comunitario fragmentando la conciencia de colectividad y convirtiendo algunos espacios públicos en áreas que nadie desea visitar.
Entendiendo que la percepción de inseguridad pública y el miedo al delito son dos temas diferentes, actualmente las comunidades los integran justificando esa conexidad en el desencanto social sobre el abordaje que a estos temas le han dado las autoridades. La comunidad está exigiendo con justas razones que se tomen medidas integrales y multisectoriales que los involucre a fin de encontrar soluciones efectivas y sostenibles. Esa decepción ha motivado a muchas personas afectadas a pedir a gritos la conformación de grupos de limpieza social al percibir negligencia o falta de contundencia de las autoridades legítimamente constituidas.
Las acciones desplegadas al parecer han sido escazas frente al incremento de la criminalidad. Las personas sienten que le quedó grande la tarea del orden público a las actuales representantes pues han permitido el advenimiento de nuevas formas de crimen más intolerables, la inseguridad en las calles y la impunidad del delito. Ya vemos que ese tema se convirtió espontáneamente en uno de los temas principales para el próximo debate electoral, pues no se puede ocultar que el fenómeno de la violencia y de la criminalidad es extremamente complejo y dinámico, mientras que las acciones de las autoridades son estáticas y permisivas.
Vemos en medios de comunicación que el fenómeno es más o menos similar en varias poblaciones de la costa, la violencia y la criminalidad están desbordadas; las personas se sienten victimizadas a consecuencia de la percepción de la inseguridad pública y el miedo al delito.
Lo más grave es la desconfianza que ha surgido contra las autoridades. La sociedad se ha convencido que a los políticos les conviene mantener el estado de alerta con el fin de realizar ejecuciones contractuales que les aumenten los ingresos a sus bolsillos. Eso lo piensa la mayoría, aunque los aduladores de alcaldes y gobernadores no se los digan. Sin embargo, tampoco es que reflejen lo contrario, por lo que es común ver poca afinidad entre las instituciones encargadas de hacer las intervenciones; se evidencian actuaciones desarticuladas que no generan resultados efectivos y la participación de algunos funcionarios públicos como protagonistas en las mismas actividades delincuenciales.
Por ejemplo, las personas del sector de Riascos y los Almendros en Santa Marta permanentemente son víctimas de hurtos, es un clamor unánime de esa comunidad el aumento del pie de fuerza ya que existen pocos agentes para cuidar varios miles de ciudadanos en el CAI de la Policía, mientras un solo personaje goza a pocas cuadras de más de dos decenas de agentes para su custodia, según Mininterior. Lo mismo ocurre, en Riohacha y Valledupar donde las calles están sumidas en el miedo por los atracos, sin soluciones efectivas por miembros de los órganos encargados del orden público. Es una verdad que no les gusta escuchar o ver a quienes se benefician de los gobiernos contractual o burocráticamente, pero que terminan siendo igualmente víctimas de los delincuentes callejeros como cualquier parroquiano.
Con el paso del tiempo se acrecienta la problemática, a la crisis de la delincuencia común en las calles se suman los crecientes intentos de sicariato, terrorismo, el microtráfico, la violencia de género, la xenofobia, el racismo, la seguridad alimentaria, los crímenes contra los animales y, más en la actualidad, el miedo al cambio climático que se cuentan como tareas pendientes de las autoridades. Lo anterior, atendiendo a las consecuencias reales, tangibles y potencialmente severas que dejan a diario los delitos cometidos, las respuestas de las autoridades y la impunidad que las rodea.
En lo personal cuando voy a la calle a caminar varias cuadras me abstengo de usar joyas, llevar dinero en efectivo o visitar establecimientos en lugares poco concurridos, además que prefiero no arriesgar a mis hijos. Así como yo, muchos han abandonado frecuentar espacios públicos e incluso establecimientos, pues los consideran como áreas poco seguras, entre otras actitudes desfavorables conllevando al deterioro de la calidad de la vida urbana, comercial y comunitaria.
Habrá muchos que como siempre estarán en contra de lo que escribo por su condición de miembros de comités de aplausos. A ellos los exhorto que en vez de venirse lanza en ristre contra el suscrito o andar arrodillados a los ídolos participen activamente en la construcción y participación en programas para pretender cambiar la percepción de miedo e inseguridad de las comunidades en las calles. Desde su posición de genuflexión, inviten al mandamás a articular acciones con las comunidades para cambiar los entornos, pues parte de la sugestión está asociada al desorden, detrimento de la infraestructura pública (parques, vías, edificaciones), el deterioro ambiental, la insuficiente iluminación o la presencia de personas percibidas como amenazadores en vía pública.
Tengo la fe que para este diciembre se vuelvan a ver a eso de las vísperas de la medianoche las personas sentadas en las puertas de las casas alegremente compartiendo, que haya el mismo tránsito de guitarras e instrumentos musicales para continuar las parrandas y que las autoridades recuperen la credibilidad de la comunidad asestando golpes contundentes contra la criminalidad. Lo pueden y podemos hacer. ¡Vamos adelante!
Adaulfo Manjarrés Mejía