Un aguacero torrencial e inesperado nos frustró las esperanzas de terminar el paseo en las escalinatas de San Diego. Y no tuvimos otra alternativa que volver, a las volandas, al San Francisco, desde donde observé, en medio del desconsuelo, a través de las ventanas empañadas por el vaho, la lluvia en la que había quedado envuelta la ciudad. El agua caía a cántaros sobre el tejado de las casas, sobre las calles desoladas por el viento, sobre el verde follaje de los cerros al oriente, sobre la plaza de adoquines esmaltados en la cual se levantaba imperturbable la estatua esculpida en bronce del Libertador Simón Bolívar. Ya resuelto el tema de la universidad, mis días en la capital estaban contados. Quedarían atrás las experiencias vividas intensamente durante ese mes en que deambulé sin rumbo por aquella urbe en apariencia deslumbrante. La memoria había grabado para siempre, en recuerdos imperecederos, aquellos instantes en los cuales me encontraba a cada paso con la historia de los grandes héroes de mis libros más preciosos o con la de los mitos legendarios de paladines ignotos hasta entonces. El alma mía comenzó a sentirse invadida por la nostalgia de no estar ante la presencia de esos seres sencillos del terruño. Y tomé en serio la obligación de volver a disfrutar las tardes soleadas de mi pequeño paraíso al lado del mar en el Caribe, en aquellos meses de fin de año, donde era aún más especial el gozo de vivir en él. Extrañaba el azul brillante en el fondo de sus paisajes agrestes, la fuerza irresistible de las brisas cuando de un solo golpe arrancaban los árboles en los patios contiguos a la casa. Sin muchas cosas por hacer en un ambiente extraño para mí, comencé a divagar sobre las cuestiones apremiantes de la vida. Quería regresar a mi casa con premura. Sentía en mi corazón la urgencia de encontrar los abrazos estrechos de otros días. La ausencia de sentimientos afines, intensos, el calor acogedor de la familia. Buscaba, sin saberlo, un afecto capaz de devolverme esa serenidad de ánimo tan esquiva desde aquella mañana terrible en la cual el pesebre, amaneció, con sus luces de colores, convertido en un muladar cómo por las artes oscuras de un arlequín maléfico. La presencia física de mi padre me era imprescindible. Sus conversaciones me convertían en un alma mucho más plena. Con sus apuntes, mi espíritu, tan entregado a las melancolías solitarias, se elevaba a alturas de vértigo indescriptibles. Jamás hubo en ellos espacios para el comentario superfluo o para expresiones sometidas a pasiones sin grandeza. Y, sin embargo, clamaba desde lo más profundo de mi consciencia por el encuentro alborozado con los amigos de la infancia, con mis hermanos o con mis primos de siempre, con los colores luminosos de las casas o con cualquier otra persona de aquellas con las cuales había compartido los instantes de mi gloria imaginaria.
Idy Bermudez Cotes