LA CIDH DESINFORMA

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos es un órgano internacional creado en 1959 por los estados de la OEA y, junto con la Corte IDH, conforma el sistema interamericano de derechos humanos. A diferencia de la Corte, la CIDH no es un tribunal, sus miembros no son jueces (de hecho, no se exige siquiera que sean abogados) y sus pronunciamientos no tienen carácter vinculante. Son solo la opinión de los comisionados, en este caso en el marco de su función de monitoreo de la situación de los derechos humanos en los estados miembros, que pueden traducirse en “recomendaciones” que, como dice la palabra, pueden o no ser aceptadas por los Estados. Las sentencias de la Corte IDH, en cambio, sí obligan a los Estados que han reconocido su competencia.

En relación con el informe reciente sobre Colombia, es indispensable advertir su sesgo. Primero porque parte de premisas no solo no probadas sino abiertamente discutibles como, por ejemplo, que en Colombia hay “discriminación estructural étnico racial y de género” o “la persistencia de lógicas del conflicto armado en la interpretación y respuesta a la actual movilización social”. Después, porque se basa fundamentalmente en la información recibida por parte de oeneges nacionales que, la mayoría, solo ven por el ojo izquierdo. Tercero, porque la CIDH no le da la misma veracidad a la información que le entrega el Estado colombiano. Cuarto, porque, en cambio, en un claro doble estándar, a los hechos referidos por las víctimas del paro y los bloqueos les da el tratamiento de “presuntos” aun cuando ellos, como la muerte de personas por impedir la circulación de ambulancias, están inequívocamente probados. Finalmente, por el hecho de que el informe le dedica decenas de páginas a las denuncias de las oeneges y apenas unos pocos párrafos a la violencia de la que fueron objeto los miembros de la fuerza pública y los ciudadanos que no participaron en las protestas, a la vulneración de sus derechos y libertades por parte de quienes acudieron a las vías de hecho y el vandalismo, y a los daños enormes del paro y los bloqueos a la infraestructura, los comercios e industrias y la agudización del desempleo y la pobreza que trajeron como consecuencia.

La Comisión, además, se excede en sus funciones al, por ejemplo, insistir en el cumplimiento del pacto de Santos con las Farc, asunto que nada tiene que ver con el motivo de la la visita (a propósito, qué bueno hubiera sido para la credibilidad y legitimidad de la Comisión que en su momento se hubiera pronunciado sobre la abierta violación a la democracia y a los derechos políticos de los colombianos cuando se desconoció el triunfo del No en el plebiscito) o en pedir que la Policía pase al Ministerio de Interior.

Esa solicitud, por cierto, demuestra una abierta ignorancia. En Colombia, la Policía siempre estuvo en el Interior. Para profesionalizarla y evitar su manipulación política pasó a Defensa. Pero que se ubique en el Ministerio no significa que sea una policía militar o que esté subordinada a las Fuerzas Militares o que su entrenamiento se haga con “perspectiva militar”. Aunque una policía militar no sería contraria a los derechos humanos (ahí están la Guardia Civil española, la Gendarmería francesa o los Carabineros italianos), la nuestra es de naturaleza civil y su formación se hace en la lógica de los derechos humanos. Hoy, en todo caso, el desafío de la agresión combinada de terrorismo, narcotráfico y grupos armados ilegales exige que quienes tienen la tarea de enfrentarlos, las Fuerzas Militares y la Policía, estén bajo la coordinación de un único ministerio. Si ya hay muchas dificultades de coordinación no quiere imaginarme lo que sería si la Policía estuviera fuera de Defensa.

El informe de la CIDH es como mínimo ambiguo en relación con el uso de la fuerza por parte del Estado. Yo no dudo de que es posible que haya habido algunos casos de excesos. Pero también es cierto que en la mayoría de las manifestaciones no hubo necesidad de que la Policía participara, que cuando tuvo que hacerlo fue porque se produjeron actos de delincuencia y vías de hecho, es decir, porque las manifestaciones derivaron en disturbios y vandalismo, y que esos casos de exceso en el uso de la fuerza son resultado de conductas individuales de algunos uniformados y no producto de fallas estructurales de la Policía o de políticas institucionales. La afirmación de que los excesos en el uso de la fuerza son un problema institucional no solo es falsa, sino que tiene una clara intención ideologizada.

Además, no sobra decirlo, probado como está que los policías, sus vehículos e instalaciones, han sido objeto de ataques sistemáticos en estas semanas, y que también lo fueron los ataques a la infraestructura pública y a bienes y ciudadanos, en todos los casos hay que verificar si el uso de la fuerza por parte de los uniformados fue necesario y proporcional antes de presumir que fue excesivo. No sobra recordar que la proporcionalidad no significa igualdad, como algunos pretenden.

Por último, el anuncio unilateral de que para el “seguimiento de las recomendaciones”, la CIDH instalará un “Mecanismo de Seguimiento en Materia de Derechos Humanos para Colombia que contribuya a la consolidación de la paz” (sic) es un despropósito inaceptable que exige no solo un reclamo del Gobierno, sino que, de no tener respuesta correcta, ameritaría un replanteamiento formal de las relaciones con la Comisión.

Rafael Nieto Loaiza

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