Desde el nacimiento de nuestra Constitución Política, el 4 de julio de 1991, Colombia iniciaba la prometedora andadura de un nuevo Estado de Derecho más equitativo, justo y garantista; un Estado de paz y concordia, de diálogo y justicia temprana, un Estado social que debía colocar en el centro de la ecuación a las libertades humanas, la vida y la ley por encima de toda otra consideración filosófica o jurídica.
La Corte Constitucional de Colombia, que este año cumplirá 34 años de existencia institucional, es el máximo Tribunal de cierre entre las Altas Cortes del sistema judicial de nuestro país, cuya principal misión es velar por la guarda, el respeto y el cumplimiento, para todos los asociados, de los postulados y principios de la Carta Magna: la Constitución Nacional.
Hasta la fecha, la magistratura de la Corte ha sido ejemplo de sabiduría, rigor académico, exégesis en la aplicación de las normas en tanto se ajusten a los principios y líneas jurisprudenciales de la Carta, lo que ha sostenido, con mucha brillantez, la filosofía liberal y garantista del sistema judicial de nuestro país; la correcta administración de justicia y los desarrollos doctrinarios, en un sólido Estado de Derecho que evoluciona y se adapta a los tiempos, respetando las libertades y los derechos humanos.
Al estar exenta, no sin esfuerzos, de injerencias ideológico – políticas, la Corte Constitucional ha cumplido a cabalidad con su misión y ha contribuido en la defensa de la democracia y sus instituciones que la adornan.
Lo anterior, ya parece ser cosa del pasado, desde que la Fiscalía General de la Nación ha sido informada por segunda vez, a instancias de la revista SEMANA y de la ex consejera presidencial Sandra Ortiz, quien está imputada penalmente y colabora con la justicia, para develar el entramado corrupto y mafioso que subyace frente a la elección del magistrado de la Corte Constitucional, VLADIMIR FERNÁNDEZ, un ex funcionario público de absoluta confianza de Gustavo Petro, quien habría llegado a tan alta posición por presuntas coimas millonarias que se originaron en las megaoperaciones delictivas y corruptas de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), y que “aceitaron” su designación, en octubre 17 de 2023.
Por supuesto, desde mediados del pasado mes de abril, de manera pública y mediática, cumpliendo cabalmente su papel y rol político desde el alto Tribunal Constitucional, el magistrado en comento conceptuó que debería suspenderse la investigación de la financiación de la campaña Petro, por vulnerar el debido proceso.
En efecto, el pasado jueves 24 de abril, mediante auto 554 de 2025, con ponencia del magistrado VLADIMIR FERNÁNDEZ, sin declararse impedido para actuar, la Corte Constitucional decretó la suspensión provisional a la investigación adelantada por el Consejo Nacional Electoral (CNE), contra la campaña de Gustavo Petro a la presidencia, tanto en primera como en segunda vueltas, dónde se excedieron los topes de financiación en una suma mayor a los 5.300 millones de pesos. Esta medida provisional se adopta mientras se estudia de fondo y se falla una tutela interpuesta por el presidente contra el CNE, argumentando vulneración de su derecho al debido proceso. Esto es, se sigue alargando, dilatando y distrayendo una decisión de apariencia clara y objetiva, que establecería y declararía la indignidad del cargo que ostenta Petro y su consecuente separación del mismo, como literalmente reza en la ley, sin otra interpretación.
Para redondear la faena, el magistrado VLADIMIR FERNÁNDEZ rechazó una demanda interpuesta por un ciudadano contra la convocatoria a consulta popular anunciada por el presidente, bajo el argumento de que dicha demanda no es de carácter constitucional; y por ello, la Corte no tiene competencia para conocerla. Independiente a los argumentos de fondo, el magistrado FERNÁNDEZ, está muy atento y activo para allanar el camino, en lo legal y jurisprudencial, al gobierno nacional y al presidente Petro, su cuestionado nominador y superior jerárquico reciente, además de camarada político, respectivamente.
Habrá que esperar el fallo definitivo de la Sala Plena, sin perjuicio del “silencio prudente” de los magistrados de la Corte Constitucional, que solo se han pronunciado para decir que “dejan en manos de las autoridades competentes las resultas de las investigaciones…”, en una actitud tibia y POLÍTICAMENTE CORRECTA, muy diferente a aquellas posturas radicales y perentorias, cuando se trató del caso del ex magistrado Jorge Pretelt Chaljub, quien fue prácticamente expulsado de la alta corporación.
En esa misma línea, tenemos también la ausencia de trámite por parte de la Fiscalía General de la Nación, quien conocía esta situación de antemano y nunca actuó, por lo que su directora, Luz Adriana Camargo, ha sido formalmente denunciada. A raíz de ello, la confesa detenida Sandra Ortiz, ha solicitado a la Corte Suprema de Justicia recibir su testimonio y evidencias, por fracasar la posibilidad de un principio de oportunidad ante la Fiscalía.
En el pasado mes de noviembre de 2024 se eligió como magistrado de la Corte Constitucional al doctor MIGUEL POLO, petrista confeso, que integra el segundo cupo, de nueve magistrados que conforman la Corte, de filiación ideológica de izquierda radical, aupados por el petrismo en el poder ejecutivo y el pacto histórico con sus aliados, en el legislativo.
Entre el presente mes de mayo y septiembre próximo, han de cubrirse tres (3) vacantes en la Corte Constitucional por vencimiento de períodos de sus magistrados. La primera vacante a cubrir la propone o terna el presidente Petro, con los siguientes nombres: Héctor Carvajal Londoño, Karena Caselles Hernández y Dídima Rico Chavarro. El primero de ellos ha sido el defensor del presidente ante el CNE y su amigo personal; y otra de las ternadas viene de la JEP…, un “Tribunal” con muchas fracturas ideológicas a la medida de terroristas.
Los otros dos reemplazos saldrán de ternas que ha de presentar la Corte Suprema de Justicia, pero siempre elegirá el Senado; por tanto, no es garantía de imparcialidad u objetividad, si miramos los escándalos, la injerencia política, el constreñimiento ilegal, las coimas, las componendas y prácticas corruptas que han sido la constante en este Congreso, desde el 20 de julio de 2022.
Finalmente, el pasado miércoles la Corte Constitucional declaró exequible parcialmente el decreto de Conmoción Interior del Catatumbo, que puede ser muy riesgoso al ser manejado políticamente por el presidente Petro, quien al generalizar a nivel nacional una situación caótica de orden público, le permitirá quedarse por meses o años en la presidencia de la República.
La Corte Constitucional, y en su nombre y representación, el Estado de Derecho democrático de la República de Colombia, está sitiada, como lo estuvo por 105 días la heroica Cartagena de Indias por las tropas de Pablo Morillo en 1815, por un poder aún más letal y oscuro: el poder de la TIRANÍA Y LA DICTADURA CONSTITUCIONAL del CASTROCHAVISMO Y EL “PROGRESISMO DEL SIGLO XXI”, que han mancillado las instituciones y las libertades del ciudadano latinoamericano y caribeño, pretendiendo eternizarse en el poder y arrodillar para siempre la democracia.
El pueblo colombiano, como los cartageneros en 1815, no lo permitirá; y luego de resistir, confirmará su independencia.
Luis Eduardo Brochet Pineda
Análisis Crítico del Artículo “La Corte Constitucional Sitiada”
Por Francisco Cervantes Mendoza
Economista -Abogado
El autor inicia evocando la promesa de la Constitución de 1991 como fundamento de un Estado social de derecho más equitativo, justo y garantista, centrado en la vida, las libertades y la ley. En efecto, la Carta Política de 1991 instauró un modelo jurídico orientado a priorizar los derechos fundamentales y la dignidad humana, superando el viejo estado de sitio permanente de la Constitución de 1886. La Corte Constitucional nació como garante de esos valores, con el mandato de irradiar los principios y derechos de la parte dogmática a toda la estructura del Estado . Esta nueva arquitectura institucional buscó que cada procedimiento o institución constitucional se interpretara siempre en función de los derechos y principios superiores, evitando su vaciamiento formal . Cabe recordar que la propia Corte, en una de sus primeras sentencias, destacó el cambio fundamental que significó la Constitución de 1991: la efectividad de los derechos ya no sería simbólica sino exigible judicialmente, al punto que “hoy, con la nueva Constitución, los derechos son aquello que los jueces dicen a través de las sentencias de tutela” . Por tanto, es correcto que la Constitución de 1991 marcó una nueva era de diálogo, paz y preeminencia de la legalidad sobre cualquier otra consideración política; sin embargo, esa promesa ha requerido un desarrollo jurisprudencial e institucional constante para materializarse plenamente en la práctica.
El texto continúa resaltando el rol de la Corte Constitucional de Colombia como máxima guardiana de la supremacía constitucional y los derechos, recordando que este año cumple 34 años de existencia. Efectivamente, la Corte se erige como el tribunal de cierre en materia constitucional, con la misión de “velar por la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución” (art. 241 C.P.). Desde su creación, ha asumido la tarea de garantizar que todas las autoridades y ciudadanos se sujeten a los postulados de la Carta Magna, asegurando el respeto de los principios del ordenamiento. Vale mencionar que el prestigio de este modelo colombiano de control constitucional ha trascendido fronteras: las decisiones de la Corte Constitucional de Colombia son reconocidas internacionalmente como un modelo de referencia en el derecho comparado . En suma, es cierto que la Corte Constitucional ocupa una posición fundamental en el sistema de pesos y contrapesos colombiano, actuando como salvaguarda última del Estado de Derecho democrático.
El autor elogia la trayectoria de la Corte, cuya magistratura –afirma– se ha caracterizado por la sabiduría, el rigor académico y la defensa de la filosofía liberal y garantista del sistema judicial. En términos generales, este reconocimiento tiene asidero: la Corte Constitucional, desde 1992, ha desarrollado una jurisprudencia sólida que ha expandido el alcance de los derechos fundamentales y las libertades individuales. Sentencias emblemáticas han materializado ese talante garantista, por ejemplo, al reconocer derechos de poblaciones vulnerables y minorías, o al someter los actos de poder al escrutinio de la Carta. Históricamente, la Corte ha protegido principios liberales clásicos –libertad de expresión, participación ciudadana, control del poder punitivo del Estado– a la par que ha dado contenido a los derechos sociales y colectivos, consolidando un Estado de Derecho progresista. Esta labor doctrinalmente sólida ha permitido que el ordenamiento jurídico colombiano evolucione y se adapte a los nuevos tiempos respetando las libertades y los derechos humanos, tal como destaca el artículo. Un ejemplo contundente del compromiso liberal de la Corte fue frenar en 2010 un intento de concentración del poder: por mayoría de 7-2, el Tribunal declaró inexequible el referendo que buscaba habilitar una segunda reelección presidencial consecutiva, al considerar que dicha reforma “socava principios básicos de la Carta del 91” , como la separación de poderes y la alternancia democrática. Con esa decisión (Sentencia C-141 de 2010), la Corte protegió la esencia liberal-democrática del sistema colombiano, salvaguardando la primacía de la Constitución por encima de ambiciones personales . En conclusión, la Corte ha sido en gran medida fiel a la misión garantista encomendada por la Constitución, desarrollando con brillantez un cuerpo jurisprudencial que equilibra la seguridad jurídica con la progresividad en la protección de derechos.
El autor sostiene que, hasta ahora, la Corte había estado “exenta, no sin esfuerzos, de injerencias ideológico-políticas”, lo que le permitió cumplir cabalmente su misión democrática. Esta afirmación merece un análisis crítico: si bien la Corte ha gozado de independencia funcional, ningún tribunal está completamente aislado de visiones ideológicas, dado que sus magistrados son seres humanos con formaciones y posturas jurídicas. Es más, desde sus primeros fallos la propia Corte reconoció que el juez constitucional, al interpretar la Carta, necesariamente delimita “el sentido político de los textos constitucionales” . Esto significa que la labor judicial implica cierta discrecionalidad interpretativa informada por convicciones jurídicas (o filosóficas) del magistrado, lo cual es inherente al ejercicio hermenéutico constitucional. Pretender que la Corte estuvo libre de tendencias ideológicas es idealizar su funcionamiento: en realidad, el diseño de elección de magistrados por ternas presentadas por distintos órganos (Presidente, Corte Suprema y Consejo de Estado) buscó asegurar pluralismo y contrapeso ideológico en su integración . Todos los magistrados han tenido alguna orientación doctrinal o cercanía política previa –lo cual es natural en una democracia–, pero esto no impidió que, una vez en el cargo, aplicaran la Constitución con autonomía. De hecho, la legitimidad de la Corte se ha basado en que sus decisiones trascienden las filiaciones personales, sometiéndose al test de la argumentación jurídica. Por tanto, es inexacto afirmar que antes no había influencias ideológicas: lo correcto es decir que la Corte ha logrado mayoritariamente anteponer el derecho constitucional a cualquier agenda partidista abierta. Así, la ausencia de injerencia indebida significa que no ha habido subordinación de la Corte a directrices partidistas externas, mas no que los magistrados carezcan de ideas políticas –algo imposible e indeseable en una democracia deliberativa. En síntesis, la fortaleza institucional de la Corte radica en canalizar la diversidad ideológica de sus miembros dentro de la lógica jurídica constitucional, manteniendo su independencia a pesar de los orígenes políticos de sus nominaciones.
A partir de este punto, el artículo afirma que esa época de una Corte ajena a influencias políticas habría llegado a su fin. Se menciona que la Fiscalía fue informada (por la revista Semana y por la exconsejera presidencial Sandra Ortiz, hoy colaboradora de la justicia) de un entramado corrupto y mafioso detrás de la elección del magistrado Vladimir Fernández, un allegado al presidente Gustavo Petro, supuestamente favorecido mediante coimas millonarias derivadas de operaciones irregulares en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Este señalamiento es extremadamente grave, pero conviene analizarlo con cautela y rigor jurídico. En primer lugar, se trata de acusaciones en etapa inicial de investigación –no de hechos probados judicialmente–, por lo que resulta prematuro extraer conclusiones definitivas sobre la legitimidad de la elección del magistrado Fernández. En un Estado de derecho rige la presunción de inocencia, y serán las autoridades competentes (Fiscalía y eventualmente el Congreso, a través del juicio político) quienes determinen la veracidad de estas denuncias. Si llegase a comprobarse que la elección de un magistrado se logró mediante sobornos a senadores, estaríamos ante un acto gravísimo de corrupción que merece sanciones drásticas; pero no sería la primera vez que un magistrado de alta corte se ve involucrado en escándalos de esta naturaleza, lamentablemente. La historia constitucional reciente ofrece paralelos: por ejemplo, en 2015 se reveló que el entonces magistrado Jorge Pretelt (elegido en 2009) habría solicitado dinero para influir en un fallo, caso que terminó con su destitución y condena en el Senado en 2016  . Aquella situación evidenció que la elección de magistrados también podía estar rodeada de tráfico de influencias y favores políticos desde antes, sin que eso implicara el fin del orden constitucional. En el caso actual, las denuncias sobre Vladimir Fernández apuntan a posibles delitos individuales cometidos por actores del gobierno y congresistas corruptos; de probarse, ello exigiría acciones institucionales (investigación penal, eventuales impedimentos o juicios de responsabilidad), pero no significa que la Corte en pleno esté “capturada” ni que el sistema de nombramiento sea intrínsecamente fallido. De hecho, el propio mecanismo de frenos y contrapesos prevé soluciones: la Comisión de Acusaciones y el Senado pueden remover a un magistrado inmerso en delitos, preservando la legitimidad de la Corte como sucedió con Pretelt. En segundo lugar, es importante notar cierta doble vara en el discurso del autor: que un magistrado llegue por afinidad con el presidente de turno no es novedad –ha ocurrido en anteriores gobiernos–, pero solo ahora se tilda el proceso de “mafioso”. Por ejemplo, en 2007 el presidente Álvaro Uribe ternó a su entonces secretario jurídico, Mauricio González, quien efectivamente fue elegido magistrado de la Corte; y en 2009 Uribe también propuso al abogado Jorge Pretelt, cercano a círculos conservadores afines a su gobierno, quien resultó electo magistrado con amplia votación . En ese momento, diversos medios señalaron que dichas elecciones estaban “cantadas” de antemano por acuerdos políticos  e incluso que los magistrados elegidos “brillan más por su afinidad con el gobierno que por su trayectoria” como constitucionalistas . Sin embargo, esas designaciones ocurrieron dentro del marco legal y no se alegó que instauraran una tiranía. En consecuencia, si bien cualquier indicio de corrupción en la elección de un magistrado actual debe investigarse sin contemplaciones, no puede sostenerse honestamente que es la primera vez que intereses políticos inciden en la integración de la Corte. La diferencia crucial es cómo responde el sistema: en democracia, las acusaciones fundadas deben conducir a sanciones y correctivos, no a afirmar que todo el orden constitucional ha colapsado. Por ahora, la sola existencia de una investigación en curso demuestra que los controles están operando (la prensa libre denuncia, la justicia indaga), lo cual es señal de fortaleza –no de debilidad– institucional.
El artículo continúa señalando que, a mediados de abril de 2025, el magistrado Vladimir Fernández, “cumpliendo su rol político” en la Corte, conceptuó públicamente que debía suspenderse la investigación sobre la financiación de la campaña Petro por presunta vulneración del debido proceso. En efecto, el 24 de abril de 2025 la Corte Constitucional, mediante Auto 554 de 2025 con ponencia de Fernández, decretó la suspensión provisional del proceso adelantado por el Consejo Nacional Electoral (CNE) contra la campaña presidencial de Gustavo Petro (primera y segunda vuelta) por supuestos excesos en los topes de financiación (más de 5.300 millones de pesos). Esta medida cautelar se adoptó mientras la Corte estudia de fondo una acción de tutela interpuesta por el propio presidente Petro contra el CNE, argumentando la violación de su derecho al debido proceso en dicha investigación  . El autor insinúa que esta decisión judicial es parte de una maniobra política para “alargar y distraer” la eventual sanción contra Petro (que podría ser la pérdida de su investidura por violar límites de financiación). Sin embargo, desde una perspectiva jurídica objetiva, la actuación de la Corte se enmarca en sus competencias y en precedentes de protección garantista: la suspensión provisional de actos en sede de tutela es una figura extraordinaria pero prevista para evitar un perjuicio irremediable mientras se decide el asunto de fondo. Si la Sala de Selección de la Corte admitió la tutela del Presidente y otorgó una medida cautelar, es porque consideró prima facie que continuarlo proceso del CNE podía causar un daño irreparable a sus derechos, lo cual debe ser valorado sin apasionamientos políticos. Cabe recordar que también un Presidente tiene derechos fundamentales y puede acudir a la tutela cuando crea que una autoridad vulnera garantías procesales; esto no es sinónimo de impunidad, sino parte del estado de derecho. La suspensión es temporal y no prejuzga el fallo final: la Corte bien podría, tras el estudio, negar la tutela y levantar la suspensión, con lo cual la investigación en el CNE seguiría su curso normal. Por tanto, afirmar que esta medida provisional es una prueba de “captura” de la Corte es apresurado. Además, la decisión no fue individual ni secreta: es adoptada por la Corte y consta en un auto público, sujeto al escrutinio académico y ciudadano. Si hubiere algún error, el resto de los magistrados en Sala Plena podrán corregirlo cuando fallen la tutela de manera definitiva. Así funciona el sistema de contrapesos internos de la Corte. En conclusión, no hay contradicción jurídica en que la Corte defienda el debido proceso –un pilar del Estado de Derecho– aun tratándose del Presidente, pues la igualdad ante la ley exige que este pueda litigar sus derechos como cualquier ciudadano. Lo preocupante sería lo contrario: negar a priori protección judicial por consideraciones políticas. Por ello, más que lenguaje conspirativo, se requiere examinar jurídicamente si el CNE respetó las garantías (tema que se dirimirá en la sentencia de tutela). Solo entonces se podrá evaluar con fundamento si la actuación del magistrado Fernández fue ajustada a Derecho o no, evitando convertir un trámite procesal ordinario en arma arrojadiza política.
El autor agrega que, “para redondear la faena”, el magistrado Fernández rechazó una demanda presentada por un ciudadano contra la convocatoria a consulta popular anunciada por el presidente Petro, argumentando que dicha demanda no era de naturaleza constitucional y, por ende, la Corte carecía de competencia para conocerla . Este hecho, presentado por el columnista como una complacencia más hacia el Gobierno, en realidad parece corresponder a una aplicación básica de las reglas procesales de la Corte. Vale precisar que la Corte Constitucional conoce de demandas de inconstitucionalidad contra actos jurídicos ya expedidos (sean leyes, decretos con fuerza de ley, actos legislativos, etc.), pero no puede pronunciarse sobre meros anuncios o intenciones políticas. Para el momento referido (abril de 2025), la “consulta popular” de la que habla el Presidente era solo una idea en discusión pública, pues no se había materializado en una ley o decreto formal de convocatoria. En tal caso, cualquier demanda resulta prematura o improcedente: no existía un texto normativo vigente que acusar de inconstitucional. El propio argumento citado –que la demanda “no es de carácter constitucional”– sugiere que probablemente el ciudadano intentó que la Corte se pronunciara sobre un asunto fuera de su competencia (quizás pretendiendo un control previo inexistente o una acción popular desviada). Rechazar in limine esa solicitud es lo jurídicamente correcto y demuestra respeto por el principio de jurisdicción asignada de la Corte. Es importante distinguir: cuando el Presidente mencione eventualmente un proyecto de ley para convocar una consulta, ese proyecto deberá pasar por el Congreso y, de aprobarse la ley de convocatoria, ahí sí podría ser objeto de control automático por la Corte (si es una ley convocante de referendo o consulta, la Corte la revisaría antes de la votación, según la Constitución, art. 379, aplicable a referendos, o vía demandas ciudadanas en caso de vicios). En síntesis, el rechazo de la demanda ciudadana no implica “allanar el camino” al Gobierno de forma indebida, sino evitar que la Corte actúe ultra vires. No existe contradicción jurídica ni sesgo visible en ese acto: por el contrario, demuestra que incluso un magistrado supuestamente cercano al Gobierno aplica las restricciones competenciales cuando corresponde, negando estudiar un asunto que no es justiciable en sede constitucional. Presentarlo como componenda es forzado; por el contrario, refleja que el sistema de justicia constitucional no se presta a cualquier ataque político si este no cumple los requisitos legales.
El autor manifiesta que ahora cabe “esperar el fallo definitivo de la Sala Plena” sobre esos asuntos, pero reprocha el “silencio prudente” de los demás magistrados de la Corte frente al escándalo de supuesta corrupción en la elección de Fernández. Compara esta actitud, que califica de tibia y “políticamente correcta”, con las “posturas radicales y perentorias” que la Corte asumió en el caso del exmagistrado Jorge Pretelt Chaljub, quien –recuerda– fue prácticamente expulsado de la corporación en su momento . Es cierta la diferencia de contexto entre ambos casos, pero la interpretación que hace el autor pasa por alto elementos fundamentales del debido proceso y del comportamiento institucional responsable. En 2015, cuando estalló el escándalo Pretelt (acusado de solicitar un soborno de $500 millones para influir en un fallo de tutela), la evidencia ya era sustancial: existía una denuncia formal ante la Comisión de Acusaciones, testimonios directos (del abogado Víctor Pacheco, entre otros) y una investigación en curso bastante avanzada  . Los demás magistrados de la Corte Constitucional, ante la gravedad del asunto y para salvaguardar la legitimidad del tribunal, optaron por exhortar públicamente a Pretelt a apartarse del cargo mientras se definía su situación, lo que derivó en una licencia y finalmente en un juicio político que concluyó con su destitución. Aquella “expulsión” del magistrado Pretelt fue resultado de un proceso constitucional y legal: la Corte Suprema de Justicia lo investigó penalmente y el Senado lo encontró culpable de indignidad, removiéndolo. En cambio, en el caso actual, las acusaciones contra Vladimir Fernández acaban de emerger y no han sido probadas ni formalizadas en un pliego de cargos contra el magistrado. Sería prematuro –e incluso contrario al debido proceso– que sus colegas magistrados lo condenaran mediáticamente sin que las autoridades competentes se hayan pronunciado. El “silencio prudente” que critican es, desde la óptica institucional, una reserva necesaria mientras avanza la investigación en la Fiscalía y se esclarecen los hechos. Además, la declaración conocida de la Corte fue que “dejan en manos de las autoridades competentes las resultas de las investigaciones”, lo cual es plenamente apropiado: la Corte Constitucional, como cuerpo colegiado, no puede erigirse en fiscal ni juez de sus propios miembros en materia penal, pues esa función corresponde al Congreso y la jurisdicción ordinaria. Lejos de ser una actitud cómplice o cobarde, esta mesura protege la separación de roles: los magistrados cuidan de no interferir indebidamente en un proceso penal en curso, al mismo tiempo que preservan la dignidad de la institución hasta contar con elementos objetivos. Por supuesto, si las investigaciones arrojan mérito, se esperaría de la Corte una postura firme en favor de sancionar la corrupción judicial. Pero anticiparse sin pruebas no sería justicia, sino populismo punitivo. Paradójicamente, el autor demanda reacciones extraprocesales inmediatas de los magistrados contra Fernández, mientras a la vez aboga por el respeto a la ley y la ética: esa expectativa de “linchamiento” público contrasta con los principios de imparcialidad y serenidad que rigen la función judicial. En conclusión, la diferencia de trato entre el caso Pretelt y el caso Fernández obedece al distinto estadio procesal y evidencia disponible en cada uno. La Corte, en 2015, actuó enérgicamente cuando las pruebas contra su integrante salieron a la luz y las instancias competentes avanzaron; en 2025, la Corte mantiene una actitud prudente hasta que dichas instancias arrojen resultados. Esto no configura ninguna contradicción jurídica ni doble moral, sino el proceder adecuado en cada coyuntura. Finalmente, es importante recordar que los magistrados actuales han reiterado su compromiso con la transparencia y que, de comprobarse cualquier acto de corrupción, deberá actuarse con la misma contundencia pasada. Hasta entonces, la mesura no implica encubrimiento sino respeto por el proceso legal debido.
El texto luego alude a otra arista del escándalo: señala que la Fiscalía General de la Nación “conocía esta situación de antemano y nunca actuó”, por lo que su directora encargada, Luz Adriana Camargo, ha sido denunciada formalmente; asimismo, indica que la exfuncionaria detenida Sandra Ortiz (pieza clave del caso) solicitó a la Corte Suprema de Justicia ser escuchada, tras fracasar un principio de oportunidad con la Fiscalía . Estos hechos, si son ciertos, reflejarían deficiencias o demoras en la reacción del órgano investigador, pero deben contextualizarse. En primer lugar, la crítica recae aquí sobre la Fiscalía (poder ejecutivo-investigativo), no sobre la Corte. Irónicamente, contrasta con la insinuación previa de que la Fiscalía estaba actuando en contubernio con la revista Semana para destapar el caso. El relato parece sugerir que la fiscal (e) Camargo –quien asumió tras la salida del fiscal Francisco Barbosa en 2024– habría omitido intencionalmente investigar las denuncias, lo cual derivó en que una testigo clave acudiera directamente a la Corte Suprema (que conoce de aforados congresistas, posiblemente involucrados). Si ello se confirma, mostraría una preocupante politización o negligencia en la Fiscalía, pero a la vez demuestra que existen otros contrapesos: la propia Sandra Ortiz acudió a otra instancia (la Corte Suprema) para que su testimonio no se pierda, y formuló denuncias contra la Fiscal encargada. Es decir, el sistema de pesos y contrapesos no depende de un solo actor: cuando falla uno, otro puede intervenir. La denuncia contra la jefa del ente acusador se tramitará según corresponda (quizá en la Comisión de Acusaciones del Congreso, dada su condición de alto funcionario), evidenciando que en Colombia ningún funcionario está exento de control. Este episodio subraya más bien la complejidad institucional del momento: posibles redes de corrupción que pueden involucrar a varias ramas (Ejecutivo, Legislativo e incluso entes de control). Sin embargo, nada de esto equivale a una “tiranía” consolidada, sino a una lucha dentro del Estado entre la legalidad y la ilegalidad, lucha que, como se ve, está activa. El propio hecho de que haya colaboradores eficaces (Ortiz) dispuestos a delatar hechos de corrupción gubernamental indica que el sistema se está depurando a sí mismo, no que una dictadura monolítica haya silenciado toda disidencia. En suma, las críticas a la Fiscalía podrían ser válidas si se prueba inacción dolosa, pero conviene no mezclar esa discusión con la Corte Constitucional: son órganos distintos. Más bien, este contexto refuerza la necesidad de fortalecer los contrapesos –Fiscalía, control político, justicia penal– para garantizar que los procesos de elección de magistrados y demás actos públicos se hagan con transparencia. La Corte Suprema asumiendo la toma de testimonios y la investigación de congresistas implicados es precisamente un ejercicio sano de los contrapesos, que desmiente la tesis de que todas las instituciones estén cooptadas por un solo grupo de poder.
El autor prosigue afirmando que en noviembre de 2024 fue elegido como magistrado de la Corte el doctor Miguel Polo, a quien describe como “confeso petrista”. Señala que con él se completan dos de los nueve magistrados de la Corte de filiación ideológica de izquierda radical, impulsados por el petrismo en el Ejecutivo y sus aliados del Pacto Histórico en el Legislativo . Esta caracterización merece ser examinada bajo la lente de la historia constitucional y el pluralismo ideológico normal en la integración de las altas cortes. En primer término, admitir que solo 2 de 9 magistrados podrían considerarse afines al actual gobierno desmonta la noción de un control absoluto. La Corte Constitucional es por diseño plural: los magistrados provienen de distintos orígenes (academia, judicatura, sector público) y suelen tener trayectorias diversas. Si ahora hay dos magistrados identificados con corrientes de izquierda, ello contrasta con periodos anteriores donde la mayoría se inclinaba hacia visiones conservadoras o liberales tradicionales sin que se hablara de “Corte sitiada”. Por ejemplo, durante gran parte de la década de 2000, varios magistrados eran cercanos a la órbita del gobierno Uribe (conservadores o de línea de seguridad democrática), incluyendo a Mauricio González y Jorge Pretelt como ya se mencionó. De igual forma, en el gobierno Santos se postularon juristas con afinidad a la agenda de paz (v.gr. Alberto Rojas Ríos o Diana Fajardo, esta última con apoyo de sectores de centroizquierda), integrando la Corte con perfiles más progresistas. Todas esas composiciones ideológicas fueron parte del juego democrático y la legitimidad de la Corte se mantuvo mientras sus fallos estuvieran jurídicamente fundamentados. Llamar “radical” a un magistrado por su cercanía política es subjetivo; lo determinante es su actuación en el cargo. Hasta ahora, no hay evidencia de que Miguel Polo (o cualquier otro) haya incumplido su deber de imparcialidad: habrá que juzgarlo por sus ponencias y votos, no por quién lo respaldó en su elección. Además, calificar peyorativamente a dos magistrados de izquierda ignora que en la misma Corte conviven magistrados de otras vertientes (algunos con formación conservadora, otros liberales clásicos). Esa diversidad es precisamente la intención del constituyente: evitar la uniformidad. El sistema de nominaciones múltiples y votación por el Senado busca que ningún gobierno pueda nombrar a todos los magistrados de la Corte Constitucional, sino a un máximo de tres durante su período (salvo reemplazos extraordinarios). En consecuencia, es natural y legítimo que un presidente impulse candidatos afines a su visión de país –lo hizo Uribe con Pretelt y González, Santos con Fajardo, Duque con cabezas conservadoras, etc.– y que el Senado, de mayoría gubernamental en esos casos, los elija. Esa afinidad ideológica inicial no convierte al magistrado en un títere: por ejemplo, María Victoria Calle, elegida en 2009 con apoyo del uribismo (pese a ser identificada como liberal), resultó luego ponente de sentencias progresistas que disgustaron a ese sector. Cada magistrado, una vez en la Corte, se debe principalmente a la Constitución y no a quien lo ternó. Atribuir la etiqueta de “petrista” a Miguel Polo busca minar su credibilidad de antemano, cuando lo apropiado es esperar y analizar sus decisiones con rigor. Cabe agregar que calificar de “doble moral” la ausencia de denuncias de dictadura en gobiernos anteriores es pertinente: en ningún momento, ni cuando Uribe logró nombrar al menos tres magistrados claramente afines a su proyecto (y consiguió aliados en la Corte que incluso votaron a favor de habilitar su reelección), ni cuando Duque o Santos influyeron en la integración de la Corte, se acusó seriamente al sistema de ser tiránico. Por ejemplo, en 2009 la revista Semana reseñó sin escándalo que el Senado escogió a Pretelt (conservador) y Calle (liberal) de las ternas del Presidente, “como ya lo habían anticipado todos” y enfatizando su afinidad con el gobierno más que su experiencia . Era claro que respondían a cuotas políticas, pero ello se entendía –correctamente– como parte del proceso democrático. Resulta entonces incoherente que ahora se hable de “dictadura constitucional” por la presencia de dos magistrados afines al gobierno de turno. En conclusión, la elección de Miguel Polo por el Senado, así como la de cualquier magistrado auspiciado por el Ejecutivo, es válida dentro del esquema constitucional colombiano siempre que se haya respetado el procedimiento (terna enviada, debate en Senado, mayoría requerida). El verdadero examen vendrá en su gestión: si mantiene independencia de criterio y apego a la Constitución, su antecedente político será irrelevante; si no lo hiciera, sus propios colegas y la opinión pública lo criticarían. Hasta ahora no hay base fáctica para afirmar que la Corte, por incluir a magistrados de cierta línea ideológica, ha claudicado en su función.
El autor anticipa que entre mayo y septiembre de 2025 se deben cubrir tres vacantes en la Corte Constitucional por vencimiento de periodos. Menciona que la primera terna la presentará el presidente Petro con los nombres de Héctor Carvajal Londoño, Karena Caselles Hernández y Dídima Rico Chavarro, señalando que “el primero de ellos ha sido el defensor del presidente ante el CNE y su amigo personal; y otra de las ternadas viene de la JEP… un ‘Tribunal’ con muchas fracturas ideológicas” . Los otros dos reemplazos –agrega– provendrán de ternas que presente la Corte Suprema de Justicia, pero que igual elegirá el Senado, insinuando que ello “no es garantía de imparcialidad” dada la supuesta constante de injerencia política y corruptelas en el Congreso desde 2022 . Este análisis del autor sobre el proceso de selección merece ser contrarrestado con la realidad institucional y normativa. En Colombia, la elección de magistrados de la Corte Constitucional está deliberadamente distribuida entre varias instituciones: por mandato del artículo 239 de la Carta, los magistrados son elegidos por el Senado de ternas que le presentan, alternadamente, el Presidente de la República, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado . Esta fórmula pretende evitar la monopolización del nombramiento por parte de un solo poder. Así, para las próximas tres vacantes, una corresponde al turno del Presidente y las otras dos al de la Corte Suprema (así como eventualmente del Consejo de Estado, según el caso). Que el Presidente incluya en su terna a personas de su confianza o con afinidad a su proyecto político no infringe ninguna norma; al contrario, es prácticamente esperado en la práctica constitucional. La idoneidad de los ternados deberá ser evaluada por el Senado, que constitucionalmente tiene la última palabra en la elección. En este punto, es útil recordar cómo se han compuesto ternas en el pasado: frecuentemente han incluido asesores jurídicos del gobierno, académicos cercanos a su visión o jueces con algún nexo ideológico. Por ejemplo, en 2017, en medio del proceso de paz, una terna presidencial (de Juan M. Santos) incluyó a la abogada Diana Fajardo, reconocida por su postura garantista y afinidad con la línea de acuerdo de paz; ello generó debates políticos, pero finalmente el Senado la eligió magistrada sin que se tildara ese hecho de dictatorial sino de ejercicio legítimo de la competencia presidencial. Del mismo modo, si Petro propone a su abogado defensor ante el CNE, Héctor Carvajal, es comprensible desde la lógica de confianza y conocimiento (Carvajal conoce de primera mano temas de derecho electoral y constitucional por haber litigado para el Presidente). Será tarea del Senado escrutar su independencia y capacidades más allá de esa relación de amistad. Respecto de incluir a una jurista proveniente de la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz), calificar a este tribunal de paz como ideológicamente “fracturado” es una apreciación subjetiva del columnista; en todo caso, provenir de la JEP significa tener experiencia en justicia transicional, lo cual no es demérito profesional ni indica militancia política. Varios magistrados actuales de la Corte Constitucional provienen de otras jurisdicciones (ordinaria, contencioso-administrativa e incluso de la academia) y eso enriquece la deliberación. En síntesis, la composición de las ternas refleja las prioridades y confianza del nominador, pero no sentencia el resultado final: los senadores pueden acoger o no al candidato percibido como “amigo del Presidente”, según sus credenciales. El proceso es esencialmente político, sí, pero no por ello ilegítimo; de hecho, es democrático en cuanto involucra al órgano de representación popular (Senado) en la designación de los guardianes de la Constitución, asegurando así un componente de soberanía popular indirecta en la conformación de la Corte. Por otro lado, la preocupación por la falta de “imparcialidad” del Senado al elegir no es nueva: desde 1992, prácticamente todas las elecciones de magistrados han estado influidas por cálculos políticos en el Congreso. Eso llevó a críticas y llamados a mayor transparencia, pero no a acusaciones de tiranía. Es cierto que ha habido episodios cuestionables (como negociaciones de votos o repartición de cuotas burocráticas en las elecciones de altas cortes), y el autor menciona escándalos y hasta constreñimiento ilegal en el Congreso actual. Si esos actos de corrupción electoral existen, deben ser denunciados y sancionados. Pero de nuevo, no son un invento de 2022: valga recordar que, en la elección de Pretelt y Calle en 2009, un senador denunció que en las mesas solo repartieron papeletas con los nombres de los candidatos “predestinados” a ganar , señal de una votación preacordada. Aquello se criticó como falta de seriedad, pero se aceptó el resultado porque provenía de la mayoría democrática del Senado. Del mismo modo, si hoy existen irregularidades, la respuesta debe ser fortalecer los procedimientos (voto público en ternas, audiencias a candidatos, veeduría ciudadana) antes que desacreditar por completo el sistema de frenos y contrapesos. En conclusión, las próximas elecciones de magistrados en 2025 se dan bajo las mismas reglas que rigieron las anteriores: habrá pulso político, es cierto, pero la pluralidad de ternas y la vigilancia de la opinión pública pueden mitigar los riesgos. No puede presumirse que cualquier candidato propuesto por Petro carece de mérito o será un agente de la “dictadura”, como parece sugerir el artículo, pues ello prejuzga su actuar. La historia muestra casos de magistrados cercanos a sus nominadores que, una vez en la Corte, obraron con autonomía (p. ej., Mauricio González, exsecretario de Uribe, quien, pese a ser afín votó en contra del gobierno en ciertos casos, como en la legalización de la dosis personal, etc.). En suma, el proceso democrático de elección de magistrados continúa vigente en su forma y fondo, y si bien es sano exigir integridad y objetividad en él, no se justifica deslegitimarlo apriorísticamente con tintes conspirativos.
El autor ahonda en su desconfianza señalando que, dado que siempre elegirá el Senado, “no es garantía de imparcialidad u objetividad” debido a las prácticas corruptas constantes en este Congreso (refiriéndose al período iniciado el 20 de julio de 2022) Esta afirmación generaliza en exceso una problemática real pero compleja. El Congreso colombiano, en particular el Senado, ciertamente ha enfrentado casos de corrupción política a lo largo de los años (compra de votos, lobby indebido, etc.), y el periodo actual no es la excepción (ha habido denuncias relacionadas con la aprobación de reformas, mermelada burocrática, etc.). Sin embargo, es tendencioso concluir que ninguna elección hecha por el Senado puede ser imparcial: a pesar de sus falencias, el Senado como cuerpo colegiado ha logrado en múltiples ocasiones escoger magistrados altamente competentes y autónomos. La legitimidad democrática del proceso radica en que los senadores –buenos o malos– representan la voluntad popular y, por tanto, al intervenir en la conformación de la Corte, confieren a ésta una fuente indirecta de soberanía. Si se les niega toda imparcialidad, se caería en la paradoja de cuestionar también cada ley o acto que emane del Congreso. Más bien, lo correcto es abogar por que el Senado actúe con altura en esas elecciones (por ejemplo, evaluando hojas de vida, escuchando a la sociedad civil y academia sobre los candidatos). De hecho, ha habido prácticas recientes positivas: en algunas elecciones, los nominados se sometieron a audiencias públicas ante los senadores y respondieron preguntas sobre criterios constitucionales, lo que aporta transparencia. Asimismo, diversos observatorios ciudadanos (como la Corporación Excelencia en la Justicia) monitorean estas designaciones e informan si hay repartijas por cuotas. En cuanto a la continuidad de prácticas corruptas “constantes” desde 2022, hay que separar la retórica de la prueba: es cierto que el gobierno Petro ha construido mayorías mediante coaliciones con partidos tradicionales, lo cual conlleva concesiones administrativas (lo que coloquialmente se llama mermelada). Pero hasta ahora no han salido a la luz sobornos específicos a congresistas para elegir magistrados (que es lo insinuado con “coimas” en la elección de Vladimir Fernández). Si tal situación ocurrió, está en investigación como se dijo; si no, no se puede descalificar por completo la objetividad de todos los senadores. Generalizar la corrupción puede llevar a un nihilismo institucional peligroso, en que nada es confiable. Por el contrario, hay que hacer valer las herramientas de control: los mismos senadores de oposición, la prensa y la justicia deben vigilar el proceso de elección. Históricamente, la elección de cada magistrado ha sido resultado de un forcejeo político –a veces limpio, a veces no tanto–, pero ello no ha impedido que la Corte en su conjunto opere con legitimidad. Un ejemplo paradigmático de que la Corte trasciende el origen político de sus miembros es la sentencia sobre el referendo reeleccionista de 2010: aun cuando dos magistrados (González y Pretelt) votaron a favor de los intereses del gobierno Uribe, la mayoría de sus colegas –varios de ellos también elegidos por ternas de entes influenciados por el uribismo– votaron en derecho y hundieron la reforma, protegiendo principios insustituibles como la separación de poderes, el sistema de contrapesos y la alternancia en el poder . Es decir, en el momento crítico, primó la institucionalidad sobre la lealtad política, gracias a la independencia judicial. Este precedente debería traer tranquilidad acerca de la resiliencia de la Corte: incluso si algunos congresistas hubieran sido corrompidos para elegir a X magistrado, el magistrado mismo, una vez en su silla, tiene fuero e independencia para decidir según su conciencia y la Constitución, no para pagar favores (y si lo hace deshonestamente, arriesga su cargo y reputación). En lugar de suponer que los futuros tres magistrados llegarán manchados, habría que alentar un proceso de elección más transparente y vigilado, de modo que quienes resulten elegidos cuenten con la mayor legitimidad posible. Así, fortaleceremos el sistema en vez de erosionar la confianza en él. En conclusión, la crítica blanket a la imparcialidad del Senado peca de sesgo político y fatalismo. Sí, el Congreso colombiano adolece de problemas estructurales de corrupción, pero también es cierto que las instituciones han encontrado formas de atenuar ese impacto (publicidad de los procesos, denuncias penales en casos extremos, intervención de órganos judiciales cuando hay delitos, etc.). Demonizar por completo la elección congresional de magistrados conduce implícitamente a proponer soluciones extraconstitucionales (¿designios discrecionales? ¿tecnocracia?), lo cual sí atentaría contra la democracia. Por ende, es preferible confiar en los contrapesos existentes –múltiples ternas, voto plural, escrutinio público, control judicial posterior de actos de los magistrados– para garantizar que, aun con los vicios propios de la política criolla, la Corte Constitucional siga integrándose de manera balanceada y legítima.
Finalmente, el artículo señala que el pasado miércoles (se refiere al 30 de abril de 2025) la Corte Constitucional declaró exequible parcialmente el decreto de Conmoción Interior del Catatumbo. El autor advierte que esto “puede ser muy riesgoso al ser manejado políticamente por el presidente Petro, quien al generalizar a nivel nacional una situación caótica de orden público, le permitirá quedarse por meses o años en la presidencia de la República” . Esta aseveración constituye quizá la parte más débil y alarmista del texto, pues refleja un entendimiento impreciso de la figura de los estados de excepción en Colombia y omite las estrictas salvaguardias constitucionales que impiden su abuso con fines continuistas. En primer lugar, la decisión de la Corte en torno al Decreto de Conmoción Interior para la región del Catatumbo fue, como bien dice, una exequibilidad parcial: el propio comunicado de la Corte informó que solo avaló la declaratoria en lo relacionado con la crisis específica (intensificación del conflicto ELN-disidencias, desplazamientos masivos, etc.), delimitando las causas que justificaban la medida . Esto significa que la Corte puso límites a los poderes otorgados bajo la conmoción, en concordancia con su jurisprudencia garantista. No fue un “cheque en blanco” para el Gobierno; por el contrario, la Corte demostró cumplir su papel de control incluso en situaciones excepcionales. Ahora bien, el autor sugiere que Petro podría extender esa situación de conmoción a todo el país alegando caos y así perpetuarse en el poder. Tal escenario catastrofista choca frontalmente con la Constitución de 1991: precisamente para evitar la figura de la “dictadura legal” que implicaba el antiguo estado de sitio indefinido, la nueva Carta estableció restricciones temporales y materiales muy claras. El artículo 213 de la Constitución dispone que el Estado de Conmoción Interior tiene un plazo inicial máximo de 90 días, prorrogable, a lo sumo, por dos periodos adicionales de 90 días cada uno (el segundo con aprobación previa del Senado) . Es decir, aun cuando el Presidente quisiera mantener un estado de conmoción permanente, no podría legalmente exceder 270 días en total en un mismo período gubernamental. Mucho menos le permitiría “quedarse años” más allá de su mandato constitucional, pues en ningún caso un estado de excepción puede alterar las fechas de elecciones o la duración del periodo presidencial, ni suspender la vigencia de la Constitución. La misma norma prohíbe expresamente desvirtuar derechos intangibles o suprimir organismos: bajo conmoción, el Presidente “no puede… interrumpir el funcionamiento de las ramas del Poder Público ni suprimir o modificar los organismos y funciones básicas de acusación y juzgamiento”, lo cual implica que no puede cerrar el Congreso ni prorrogar por decreto su propio mandato . Además, la Carta exige que todas las medidas adoptadas bajo el estado de conmoción sean revisadas automáticamente por la Corte Constitucional dentro de los límites de tiempo, para verificar su necesidad y proporcionalidad . De hecho, la Corte ya ha anulado decretos de estados de excepción en el pasado cuando encontró que el Ejecutivo se extralimitó o que la situación podía afrontarse con poderes ordinarios. Así sucedió en los 90 con ciertos decretos de conmoción (v.gr., en 1992 declaró inexequibles partes de la conmoción del gobierno Gaviria por narcoterrorismo, y en 2003 ejerció un control minucioso sobre la conmoción declarada por Uribe por motivos de orden público, tumbando algunas medidas). Por tanto, la hipótesis de un autogolpe a través de la conmoción interior no resiste el más mínimo contraste con el diseño institucional colombiano vigente: para lograr perpetuarse “años”, Petro tendría que violar abierta y flagrantemente la Constitución, lo cual dejaría de ser un acto dentro de la legalidad (sería un rompimiento del orden constitucional que ninguna Corte convalidaría y que activaría otros mecanismos internos e internacionales de defensa democrática). Si el autor teme que la sentencia de la Corte haya abierto la puerta a ese abuso, cabe aclarar que no es así: la Corte limitó y condicionó la validez de la conmoción, precisamente para evitar desviaciones políticas. La referencia a que “generalizar el caos” permitiría a Petro extenderse en la Presidencia refleja más un discurso de miedo (el fantasma de un castrochavismo replicando en Colombia) que una posibilidad real dada la fortaleza normativa. De hecho, el mismo Gustavo Petro, siendo senador opositor, fue férreo crítico de los estados de excepción prolongados; resultaría paradójico que intentara algo que generaría enorme reacción institucional y popular. En los hechos, el Gobierno ya anunció que levantaría la conmoción interior en Catatumbo en cuanto la situación mejorase, y así lo hizo meses después, volviendo al cauce ordinario . En conclusión, los temores de tiranía bajo la figura de conmoción interior son infundados jurídicamente. La experiencia comparada reciente lo confirma: ni siquiera en las crisis graves de 2019 o 2021 con protestas nacionales (bajo Duque) se decretó conmoción; y Santos nunca la usó en sus 8 años . Petro la empleó focalizadamente en Catatumbo por una emergencia humanitaria puntual. Pensar que podría escalarla nacionalmente sin justificación sería suponer que todos los controles (Corte, Congreso, opinión pública) colapsan simultáneamente, un escenario extremadamente remoto. Por tanto, este párrafo del artículo peca de alarmismo sin sustento normativo, insinuando una “jugada” autoritaria que la Constitución de 1991 precisamente dificulta al máximo. Más que alimentar tales temores, es importante resaltar que la figura del estado de excepción en Colombia –a diferencia de regímenes autoritarios– está encuadrada en un Estado de derecho sólido, con vigilancia judicial y límite temporal estricto  . De nuevo, la historia brinda un ejemplo aleccionador: en 2009, el entonces presidente Uribe buscó prolongar su permanencia en el poder mediante una reforma constitucional aparentemente legal (un referendo reeleccionista); pese a que contaba con apoyo político, la Corte Constitucional detuvo esa reforma por violar la esencia democrática (separación de poderes, alternancia) , frustrando cualquier tentación de perpetuación. Esa misma Corte –hoy vilipendiada por el autor– sería el dique de contención si algún gobernante intentara desbordarse. En síntesis, el sistema colombiano de pesos y contrapesos ha demostrado ser un antídoto eficaz contra aventuras autoritarias, provengan éstas de la derecha o de la izquierda.
Entramos aquí al clímax retórico del artículo. El autor proclama que “la Corte Constitucional, y en su nombre el Estado de Derecho democrático de Colombia, está sitiada, como lo estuvo por 105 días la heroica Cartagena de Indias en 1815 por las tropas de Pablo Morillo, por un poder aún más letal y oscuro: la dictadura constitucional del castrochavismo y el petrosantismo” . Esta frase concentra un lenguaje abiertamente tendencioso y políticamente cargado, que debe deconstruirse cuidadosamente. El uso de la metáfora del sitio de Cartagena en 1815 –episodio en que la ciudad resistió un asedio realista hasta sucumbir ante la fuerza militar española, con enorme destrucción– busca equiparar la situación actual de la Corte a un baluarte de la democracia asediado por fuerzas tiránicas internas. Sin embargo, la comparación es histórica y jurídicamente desproporcionada. En 1815, Cartagena enfrentaba la restauración violenta de un absolutismo colonial; en 2025, la Corte convive con un gobierno elegido democráticamente, controlado por instituciones igualmente democráticas. No hay “tropas” ni uso ilegítimo de la fuerza contra la Corte: los magistrados continúan fallando con autonomía (como demuestra el aval parcial de la conmoción, que de hecho limitó al Ejecutivo). Calificar al Gobierno Petro y a ciertos sectores políticos de “dictadura constitucional castrochavista” es un eslogan político sin rigor: mezcla términos incongruentes, pues una “dictadura constitucional” es casi un oxímoron (si es dictadura, no es plenamente constitucional; si actúa dentro de la Constitución, no es dictadura). El autor parece aludir a que se está usando la Constitución para subvertirla desde adentro –un argumento similar al que se usó en Venezuela o en otros procesos de erosión democrática–, pero no presenta evidencia sólida de que se haya violado la Carta. Hasta ahora, todo lo mencionado (elección de magistrados vía Senado, decisiones judiciales controvertidas, estados de excepción temporales) ha ocurrido siguiendo los procedimientos constitucionales vigentes, aun cuando no satisfagan la postura política del columnista. Acusar de “castrochavismo” al gobierno o a la corriente ideológica de ciertos magistrados es un recurso retórico importado de la polarización regional, más que un análisis objetivo. Castro-chavismo alude a los regímenes de Cuba y Venezuela; no obstante, en Colombia no se han suprimido las elecciones, ni proscrito partidos de oposición, ni cerrado medios independientes –hechos característicos de aquellas dictaduras. Por el contrario, en Colombia la oposición gobierna importantes entidades territoriales, los medios (incluida la revista Semana citada) critican abiertamente al Gobierno, y se avecinan elecciones locales libres. Tachar al Estado colombiano actual de dictadura es desinformativo y trivializa las verdaderas dictaduras. Además, el neologismo “petrosantismo” pretende amalgamar bajo un mismo demonio a Gustavo Petro y al expresidente Juan Manuel Santos, dos figuras muy distintas que ni siquiera son aliadas directas (Santos, un liberal moderado, entregó el poder en 2018 y no hace parte del gobierno Petro; su mención quizá busca sugerir que la influencia “castrochavista” habría permeado incluso a sectores santistas, lo cual es rebuscado). Esta imprecisión muestra que el objetivo principal del autor es politizar la discusión judicial, pintando un escenario apocalíptico donde una coalición de izquierdas y “santistas” habrían tomado por asalto la Corte para instaurar una tiranía. La realidad fáctica no sustenta tal afirmación: la Corte sigue integrada mayoritariamente por magistrados que llegaron antes del actual gobierno o por nominadores distintos al Presidente (Consejo de Estado, Corte Suprema), algunos con tendencias conservadoras o de centro. Incluso los dos mencionados “petristas” no tienen la capacidad de controlar decisiones sin convencer a colegas de otras vertientes. Recordemos que para cualquier sentencia se requiere una mayoría en la Sala Plena (generalmente de cinco votos sobre nueve). Pensar que existe un bloque monolítico castrochavista dominando la Corte es desconocer la independencia individual de magistrados como José Fernando Reyes (de trayectoria liberal pero autónomo), Cristina Pardo (de línea más conservadora, exsecretaria jurídica de Santos), Paola Meneses (proveniente de la academia católica), entre otros. La diversidad interna dificulta cualquier intento de alineamiento ciego al Ejecutivo. Por otro lado, la expresión “dictadura constitucional” podría entenderse –dándole el mejor matiz posible– como la utilización estratégica de mecanismos constitucionales para concentrar poder. Si esa es la acusación, debe analizarse con objetividad: ¿ha concentrado Petro más poder que sus antecesores por vías legales? Hasta ahora, se ha limitado a nombrar funcionarios en cargos que le corresponden (incluyendo ternas para altas cortes), a emitir decretos de estado de excepción en situaciones puntuales (como lo hicieron Uribe o Pastrana en su momento) y a impulsar su agenda legislativa (con éxitos y fracasos). Incluso ha sufrido reveses importantes: su proyecto de reforma política y algunas leyes han sido archivados o modificados por el Congreso, y la misma Corte le ha tumbado decretos (por ejemplo, en 2023, la Corte declaró inexequible la emergencia económica en La Guajira, limitando una medida clave del Gobierno ). Estos contrapesos demuestran que no existe tal “poder letal y oscuro” omnipotente: el Gobierno enfrenta controles efectivos. Así las cosas, la frase del autor, más que un análisis, parece un estribillo de activismo que combina referencias históricas patrióticas (la Cartagena sitiada) con el espantajo ideológico (castrochavismo). Es un recurso para emocionar al lector adverso al gobierno, pero carece de soporte en la ciencia política seria. Colombia mantiene un Índice Democrático alto comparado con dictaduras reales, y su Constitución sigue operante. Incluso la continuidad de este debate público, con opiniones confrontadas, confirma que hay libertad para cuestionar al poder, lo cual sería imposible bajo una dictadura genuina. En resumen, esta sección del artículo incurre en un lenguaje sensacionalista y sesgado, introduciendo términos de connotación negativa extrema sin probar sus asertos. Un análisis técnico debe rechazar tales calificaciones por infundadas: no se puede equiparar el ejercicio legítimo (aunque discutible) de facultades constitucionales con un asedio dictatorial. La Corte Constitucional no está “sitiada” por ninguna fuerza extranjera ni facción armada; está, sí, bajo la presión natural de coyunturas políticas internas, como lo ha estado siempre en mayor o menor grado, pero conserva sus herramientas para defenderse: la publicidad de sus decisiones, la inamovilidad de sus magistrados durante su período, la opinión jurídica ilustrada que respalda su independencia, etc. En la medida en que estos elementos sigan vigentes, hablar de “Estado sitiado” es una metáfora exagerada que no corresponde con la estabilidad institucional de la República de Colombia en 2025.
En la frase final, el autor declara: “El pueblo colombiano, como los cartageneros en 1815, no lo permitirá; y luego de resistir, confirmará su independencia.” . Aquí se cierra el artículo con un llamado emotivo a la resistencia popular frente a la supuesta tiranía en ciernes, prometiendo una suerte de segunda independencia nacional. Esta exhortación, si bien envuelta en retórica histórica, es problemática por varias razones. En primer lugar, apela a la idea de que el pueblo debe erigirse en dique contra los eventuales abusos del poder. Eso en abstracto es válido –la soberanía reside en el pueblo y la movilización social es legítima–; sin embargo, la cuestión es ¿resistir qué exactamente?. Si, como hemos analizado, no hay evidencia de una dictadura instalada ni de la abolición del Estado de Derecho, alentar a la ciudadanía a “resistir” puede traducirse en desconocer las vías institucionales y promover la confrontación. Existe un riesgo cuando la retórica política presenta a un gobierno legítimo como usurpador: puede minar la confianza en las instituciones democráticas y justificar actos extremos (desobediencia civil generalizada, llamados a la fuerza pública a sublevarse, etc.). En Colombia, lamentablemente, este tipo de narrativas polarizantes han abonado el terreno para la violencia en el pasado. Por ello, resulta necesario responder con mesura: la verdadera independencia que debe confirmar el pueblo colombiano es la de sus instituciones funcionando según la Constitución, sin injerencias indebidas de ningún lado. Y esa independencia se reafirma acudiendo a las urnas, a los mecanismos de participación y a los cauces legales para expresar desacuerdos, no mediante confrontaciones inspiradas en gestas bélicas del siglo XIX.
En segundo lugar, la exhortación final evidencia una cierta doble moral o al menos un sesgo notable. Cuando en gobiernos anteriores se eligieron magistrados o se tomaron medidas controvertidas, buena parte de quienes hoy claman “dictadura” guardaron silencio o incluso aplaudieron. Por ejemplo, durante el gobierno anterior (Iván Duque, 2018-2022) se presentaron episodios criticables: se intentó desconocer un fallo de la Corte Suprema sobre protesta social, se dilataron los nombramientos en la Comisión de Disciplina Judicial para influir en ella, y se objetó la ley estatutaria de la JEP buscando modificar el acuerdo de paz. Sin embargo, esos actos –que algunos consideraron ataque a la justicia transicional– no fueron denunciados por ciertos sectores como síntomas de dictadura, sino que se tramitaron institucionalmente (la Corte Constitucional, en Sentencia C-080 de 2019, rechazó las objeciones a la JEP, imponiendo el respeto al proceso legislativo). Igualmente, el gobierno Duque ternó y logró la elección de dos magistrados de la Corte en 2020 (los doctores Jorge Enrique Ibáñez y Paola Meneses), ambos de perfil bastante conservador y cercanos a líneas de derecha, sin que desde la orilla opuesta se hablara de “sitiar” la Corte por ello. ¿Por qué entonces ahora se utiliza ese lenguaje apocalíptico? Parece claro que las motivaciones son más políticas que jurídicas: se percibe que el proyecto de gobierno actual amenaza intereses o visiones que el autor defiende, y por eso se le endilgan calificativos extremos que nunca se emplearon contra gobiernos ideológicamente afines al autor. Este doble estándar mina la credibilidad del análisis, pues indica que la vara de medir depende de quién esté en el poder y no de qué haga. Un escrutinio genuinamente democrático debe ser coherente: si nombrar aliados en la Corte es dictatorial, habría que concluir que casi todos los presidentes desde 1991 lo fueron; lo cual es absurdo. En realidad, todos los gobiernos han procurado influir en las altas cortes en mayor o menor medida, pero el sistema de frenos ha impedido que alguno capture totalmente el Poder Judicial.
Por último, es preciso enfatizar que Colombia cuenta con mecanismos institucionales para resolver las disputas de poder sin necesidad de acudir a llamados insurreccionales. Si una parte del pueblo considera que el Gobierno se ha extralimitado, tiene a su disposición el control político (debates de censura en el Congreso), las elecciones (por ejemplo, las regionales de 2023 y las generales de 2026), e incluso herramientas legales como la revocatoria de mandato (aunque no aplicable al Presidente, sí a otros cargos, reflejando la filosofía de control popular). Asimismo, la sociedad civil puede recurrir a la protesta pacífica para expresar descontento con decisiones puntuales. Todo ello forma parte de la democracia y, de hecho, ocurre constantemente en el país. Por ende, sugerir que habrá que “resistir y confirmar la independencia” suena a un llamado a la legitimación por la fuerza de hecho, cuando la vía correcta es la legitimación por la fuerza del Derecho.
En conclusión, el cierre del artículo delata su propósito más político que analítico. Se invoca el espíritu de 1815, pero se olvida que en 2025 no existe un invasor extranjero ni un tirano vitalicio contra quien alzarse, sino un gobierno elegido popularmente con periodo fijo y un entramado institucional robusto. La verdadera lección histórica que debería prevalecer es la de 1991: esa Constitución que nació del consenso y la participación ciudadana, dotando a Colombia de herramientas para que los conflictos se resuelvan sin romper el orden democrático. Es a esa Constitución –y a la Corte que la guarda– a la que debemos lealtad. El llamado válido no es a la insurrección, sino a la vigilancia activa de la ciudadanía para que todos los actores (Presidente, Congreso, Cortes) se mantengan dentro del cauce constitucional. En palabras de la propia Corte Constitucional, sus sentencias tienen efectos erga omnes y hacen tránsito a cosa juzgada constitucional definitiva , lo cual garantiza que incluso las decisiones más controvertidas serán la última palabra mientras no se reforme la Constitución. Afortunadamente, hasta la fecha, todos los gobiernos –incluido el actual– han acatado los fallos de la Corte, por adversos que les sean. Así sucedió, por ejemplo, cuando en 2010 el presidente Uribe “acató con respeto la decisión de la Corte Constitucional de no aceptar el referendo” reeleccionista  que le habría permitido aspirar a un tercer mandato. Esa cultura de respeto por el arbitraje constitucional es un patrimonio democrático de Colombia que difícilmente se quebrará. Por eso, la independencia que el pueblo colombiano debe reafirmar no requiere gestas heroicas, sino confianza en sus instituciones republicanas y rechazo tanto a la deriva autoritaria como al alarmismo infundado.
Conclusión general: En el análisis párrafo por párrafo del artículo “La Corte Constitucional Sitiada”, se han encontrado múltiples afirmaciones sin sustento jurídico sólido, un marcado uso de lenguaje sesgado y una tendencia a presentar escenarios apocalípticos que no concuerdan con la realidad institucional de Colombia. Si bien es legítimo advertir sobre los riesgos de politización de la justicia y exigir transparencia en la elección de magistrados, dichas críticas deben hacerse con rigor y ecuanimidad. La Constitución de 1991 estableció un sistema robusto de pesos y contrapesos que ha funcionado razonablemente bien por más de tres décadas, evitando la concentración del poder y garantizando la alternancia democrática. La Corte Constitucional, pese a los avatares políticos, ha mantenido su papel de guardiana de la Carta, corrigiendo rumbos cuando los otros poderes han intentado extralimitarse –ya fuere impidiendo una reelección indefinida  o delimitando estados de excepción  –. Todos los magistrados llegan con alguna “orientación ideológica” inicial, cierto, pero ello es parte del diseño democrático y no un vicio en sí mismo; lo importante es que al asumir el cargo actúen con independencia, algo que la mayoría ha hecho a lo largo de la historia. Pretender que solo ahora la Corte está “sitiada” por influencias políticas ignora que siempre las ha habido, y que la fortaleza del Tribunal reside precisamente en sobreponerse a ellas mediante la colegiatura y la juridicidad de sus deliberaciones. Llamar “dictadura” al gobierno o a la coalición que procura nombrar magistrados afines no solo es exagerado, sino que banaliza el concepto de dictadura y arriesga erosionar la confianza ciudadana en la justicia. En un debate democrático sano, se puede y debe criticar al Gobierno y a sus decisiones, pero con argumentos verificables y sin caer en teorías conspirativas. De lo contrario, se alimenta la polarización y se dificulta el diálogo institucional. En suma, tras desmontar punto por punto los argumentos del artículo, puede concluirse que Colombia no vive una “Corte sitiada”, sino un momento político tenso –como tantos otros en su historia reciente– que debe resolverse con las herramientas que el mismo orden constitucional provee. La Corte Constitucional, con sus virtudes y eventuales sombras, sigue siendo uno de los pilares de nuestra democracia, y corresponde a todos los actores –Gobierno, oposición, medios y ciudadanía– respetar su autonomía e investidura, a la par que exigir su rectitud. Solo así se preservará el legado de 1991: un Estado social de derecho en el que, parafraseando al gran constitucionalista italiano Luigi Ferrajoli, el poder jamás es ilimitado porque siempre estará sitiado –no por ejércitos ni facciones– sino por el cerco benigno de la Constitución y las leyes.