Hay territorios que parecen nacidos de un sueño mineral y luminoso; paisajes donde el tiempo se repliega como un pañuelo de seda y la mirada se queda detenida, incrédula, como frente a una obra de arte que nadie ha querido enmarcar. La Guajira es uno de ellos; sí, nuestra Guajira, este hermosísimo rincón del mundo donde la tierra arde sin quemar, donde el mar canta con voz de cristal y donde cada atardecer se convierte en una bendición sin altar.
Su inconmensurable belleza no es un simple adorno, sino su más profunda sustancia. Aquí, el paisaje no se contempla: se reverencia. La Guajira, con su desierto inmenso, respira al ritmo pausado del tiempo ancestral; sus mares, que cambian de color como si abrazaran cada nube que pasa; sus salinas, que reflejan el cielo como un segundo firmamento; sus flamencos rosados, adornando un ecosistema precioso como pinceladas vivas sobre un lienzo de luz. Todo en ella nos recuerda que la belleza, aquí, no se mira: se habita.
Y sin embargo, sigue siendo una belleza sin eco; para desgracia de sus habitantes, La Guajira continúa sumida en el más ignominioso de los olvidos nacionales. En cualquier otro lugar del mundo, el Cabo de la Vela sería una joya turística de renombre internacional. Sus playas de agua turquesa y brisa persistente guardan la dignidad silenciosa de los paisajes sagrados. En Punta Gallinas, ese punto final del continente que parece principio del infinito, las dunas abrazan al mar como si la tierra quisiera, por fin, descansar en el agua. Es un territorio que no necesita maquillaje, se basta a sí mismo con su silencio, con su sol, con su polvo dorado y su horizonte sin arquitectura.
No obstante, el desarrollo turístico no llega. O llega mal, o llega para unos pocos, o llega de manera incipiente. No es por falta de belleza, ni por escasez de cultura, ni por desinterés de los viajeros que sueñan con conocerla, sino por algo más complejo, más triste, más ominoso y más doloroso: la desidia, la falta de visión; la eterna pereza de mirar al futuro y asumirlo con responsabilidad.
¿Cómo puede un territorio con flamencos rosados, con salinas que parecen espejos etéreos, con una gastronomía tan rica en sabores y memorias, seguir ausente de los mapas turísticos nacionales e internacionales? ¿Cómo es posible que una región donde cada mochila tejida cuenta una historia, donde cada plato de friche, cada arepa de queso, cada pescado, sea frito, sudado o al carbón, que son una declaración de identidad, aún no tenga rutas claras, infraestructuras dignas, ni políticas públicas coherentes y sostenidas?
No hay otro lugar en Colombia donde el sol se ponga con semejante ceremonia; donde el silencio no sea vacío, sino profundidad. Aun así, a La Guajira la siguen viendo como si fuera un problema, no una promesa. La tratan con lástima, no con visión. Como si su belleza fuera un secreto inconveniente de revelar del todo.
El turismo, cuando se hace con inteligencia, respeto y raíces, puede ser mucho más que una industria; puede ser una forma de justicia. Puede devolverle al territorio lo que se le ha negado: autonomía, ingresos, sentido de pertenencia. Puede convertirse en una vía para dignificar el legado wayuu sin folclorizarlo, para preservar la naturaleza sin cercarla, para mostrarle al país y al mundo que existen otras formas de mirar… y de vivir.
El verdadero obstáculo no está en el desierto, ni en la distancia, ni en el clima inclemente; está en los escritorios indiferentes, en los planes de desarrollo sin alma, en los dirigentes que no ven lo evidente: que La Guajira no necesita que la inventen, solo que la reconozcan. Pero el mayor obstáculo, y esto debemos decirlo con humildad y valentía, somos nosotros, sus hijos. Nosotros, los guajiros, que muchas veces callamos, cedemos y no luchamos por obtener ese reconocimiento que con amor, tesón y unidad podríamos lograr.
La Guajira merece un turismo que no destruya para mostrar, que no explote para entretener; uno que honre, que escuche, que aprenda. Un turismo que no pase de largo, porque no basta con admirar la belleza, hay que cuidarla, compartirla sin despojarla y, sobre todo, estar a la altura de su magnífica elocuencia.
La hermosa y paciente Guajira espera, no con ansiedad, sino con la dignidad serena de quien se sabe valiosa. Aquí está, intacta, con sus playas vírgenes, su sal blanca como promesa, su gente generosa, su idioma propio, su fuego, su identidad. Está esperando, sí, pero no a cualquiera, espera a quienes sepan mirarla sin codicia, caminarla sin imponer, escucharla sin traducir.
Porque la belleza no basta con observarla, hay que merecerla. Y La Guajira, en su esplendor aún sin mapa, nos interpela con preguntas que no admiten evasivas: ¿Seremos capaces de protegerla sin cercarla? ¿De contemplarla sin devastarla? Y, sobre todo, ¿de honrar su generosidad antes de traicionar la fe que ha depositado en nosotros?
Hay territorios que no perdonan la ceguera y La Guajira, bella y soñadora, no está dispuesta a esperar eternamente, mucho menos a perdonar la indolencia de sus hijos, a quienes todo les ofrece sin recibir de ellos nada a cambio por su generosa entrega. Que este sea nuestro llamado: abrir los ojos, reconocernos guardianes de un tesoro que jamás ha debido quedarse solo en promesas, sino que debe transformarse, con orgullo, trabajo y conciencia, en esperanza viva para quienes la habitan y la sueñan.
Dinhora Luz Sierra Peñalver
Buen articulo.