LA HUELGA CRUEL

Eran las cinco de la tarde del viernes tres de diciembre del año 2010. En ese momento, mientras los viajeros cargábamos nuestras maletas por los pasillos del aeropuerto de Barcelona, decenas de controladores aéreos de España abandonaron masivamente sus puestos de trabajo. Los corredores y salas de espera se hallaban atestados de pasajeros de diversos países y muchos de ellos ya ocupaban sus sillas dentro de los aviones. Pronto, el espacio aéreo español fue cerrado y se declaró una emergencia nacional. Los militares comenzaron a dirigirse hacia las torres de control de los aeropuertos para remplazar a los funcionarios civiles que habían dejado sus puestos. Ello obligó a cancelar más de dos mil vuelos. A esto se le llamó la huelga cruel. En las primeras 48 horas más de seiscientos mil pasajeros fueron afectados. La Fiscalía de Madrid consideró que habría existido un posible delito de sedición por parte de los controladores.

Nunca la infelicidad estuvo tan bien repartida. Una joven española, su novio y cuarenta de sus familiares y amigos se dirigían a la isla de Santo Domingo para celebrar una boda largamente esperada. Para ese día ya habían pagado las reservaciones de hotel, los gastos propios de la ceremonia y el subsecuente festejo. Los medios informaron también de un grupo de jóvenes voluntarios españoles provenientes de África que habían quedado varados en Ankara. Cada viajero podría contar su propia versión de la desdicha.

Esa tarde centenares de colombianos esperábamos reencontrarnos con nuestras familias. En esos primeros días de diciembre ya se sentía la atmósfera de la Navidad. En medio del caos generalizado nadie daba una respuesta confiable ante un hecho sin precedentes. En las horas siguientes los gobiernos de distintos países sudamericanos comenzaron a evacuar a sus ciudadanos en vuelos humanitarios. Todos menos Colombia. Al registrar mis bolsillos encontré cuarenta euros que habían sobrevivido a la compra de los regalos para mi familia y no podía pagar una habitación de hotel. Así, mientras nuestros seres queridos nos aguardaban con impaciencia y ponían las velitas del siete de diciembre, nosotros ya estorbábamos en los pasillos de un aeropuerto ajeno bajo la mirada prevenida de la policía catalana. Finalmente, casi una semana después, fuimos repatriados. Los días perdidos y la fiesta de las velitas a la que no pude llegar sigue siendo en mi vida un vacío triste e inmodificable.

Han pasado casi doce años de la huelga cruel. Los controladores aéreos que se sometieron a juicio fueron finalmente absueltos. Nadie compensó a los viajeros afectados en lo material y en lo emocional. Desde ese día suelo asociar las inciertas esperas en algunos aeropuertos con la infelicidad. Ese estado emocional que no podríamos definir sin una experiencia previa de la felicidad. La infelicidad surge con mayor vigor ante una felicidad postergada o impedida por un tercero. La felicidad, por tanto, conlleva en sí misma un lado oscuro. Por ello, en estos días en que se acerca la Navidad con su música y sus campanas, recuerdo la reflexión de Carl Jung, quien consideró que “la palabra felicidad perdería su significado si no estuviera equilibrada por la tristeza”.

Weildler Guerra Curvelo

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