«El mayor despeñadero; la confianza» Fco. de Quevedo.
Cuando llevé por primera vez a mi hijo de seis años a elevar una cometa, él estaba expectante de emoción. También yo albergaba una alegría clandestina por volver a vivir la singular felicidad que proporciona este sencillo pasatiempo, de modo que no perdí oportunidad de instruirlo durante el trayecto que cubrimos en automóvil desde Barranquilla hasta el acueducto de Salgar, un sitio a la orilla del mar donde el viento es una sinfonía de sonidos arrulladores.
La brisa de ese día facilitó mi enseñanza y la cometa rápidamente alcanzó el cielo ante la incredulidad del niño. De repente él comenzó a sentir un temor compulsivo y se negaba rotundamente a soltarle toda la cuerda disponible, tal vez porque el viento había logrado ejercer una fuerte tensión sobre la cometa.
Me costó un buen rato convencerlo que la emoción del juego de elevar cometa era precisamente disfrutar con su altura y de practicar todas las acrobacias posibles para que el «ritual» de esa práctica gane en disfrute y emoción.
Cuando el niño finalmente comprendió que manejar la cometa era un juego sencillo, entonces se tomó confianza y comenzó a manejarla a su antojo. Durante un largo rato la sostuvo con una sola mano, la amarró al espejo del carro, la volvió a soltar, le quitaba la mirada por largos minutos; en fin, ejecutaba acciones propias de quien ha ganado la confianza plena. Incluso, llegué a percibir por momentos que el juego había perdido atractivo para el niño. Sin embargo, el seguía derrochando actitudes de confianza y comenzó a juguetear con. Una rama en su mano derecha mientras que su mano izquierda sostenía la cuerda de la cometa. Mientras esto ocurría, yo me deleitaba con la vista del mar picado y disfrutaba de la cálida brisa sobre una roca de coral. De repente noté que al niño se le ahogaba en su garganta un grito desesperado cuando sintió que había perdido el control de su cometa. Casi al instante pude ver la impotencia y el abatimiento en su rostro por aquella pérdida repentina de su juguete. La incredulidad de ese momento se le convirtió rápidamente en llanto, tristeza y dolor. Ni siquiera mi decisión de acudir al rescate y recuperarle la cometa en medio de una espesura de arbustos, pudo mitigar su sentimiento de culpa. Sin embargo, tomé la decisión de alentarlo, explicándole que su exceso de confianza había provocado el accidente con la cometa. A pesar de mis palabras de advertencia, la vivencia del pasaje fue la mejor huella para que nunca lo olvidara. Aproveché el accidente para evidenciarle que aun las tareas más sencillas, necesitan siempre de nuestra atención total y que la lección de esta caída, es una enseñanza para no confiarnos demasiado de aquello que nos parece muy fácil de hacer.
Cuando terminé de consolar al niño y después de explicarle con palabras muy sencillas lo que consideré una lección digna de sacarle provecho para su formación futura, no pude sustraerme a la meditación sobre varias rutinas de mi trabajo. Durante varios minutos pensé acerca de los tantos tropiezos que he detectado en los procesos más sencillos y rutinarios, principalmente en aquellos que son «fáciles» de realizar. Allí es precisamente donde más abundan los «poke – yokes» o errores tontos que no deberían suceder si existiera un mínimo de previsión. Me quedé pensando en los innumerables mini-procesos que constantemente fracturan la rutina ordinaria de una empresa, precisamente por confiar demasiado en la regularidad «aparente» del conjunto.
Ese día cultivé una actitud más profunda hacia la atención de las cosas pequeñas e importantes que hay en la rutina diaria del trabajo y de la vida. Ese día pude arraigar en mi actitud personal una mayor fortaleza conceptual sobre la importancia de mantener la confianza en equilibrio, gracias a la lección que aquella tarde me enseño «la parábola de la cometa».
ORLANDO CUELLO GÁMEZ