Hubo una Colombia que ya fue contada. Una Colombia que Gabriel García Márquez convirtió en un espejo mágico llamado Macondo, donde la historia no se repetía por destino, sino por olvido. Una Colombia que José Asunción Silva lloró desde su poesía, con un alma que se desbordaba en nostalgias. Una Colombia que Raúl Gómez Jattin gritó con la crudeza del amor y la locura. Una Colombia que Fernando Botero inmortalizó entre cuerpos amplios y miradas pequeñas, quizás recordándonos que seguimos inflando nuestro ego mientras el alma se nos encoge.
Esa es la Colombia que hemos sido y seguimos siendo un país que ha buscado la paz, pero no siempre ha sabido mirarse al espejo. Un país que firma tratados, que canta himnos, que marcha con banderas blancas, pero que todavía no ha entendido que la paz no se decreta ni se impone; la paz se siembra.
La paz comienza en la casa. En la palabra que no se grita. En la mesa donde se comparte el pan sin desprecio. En el respeto que se enseña con el ejemplo.
Porque la paz no es un acuerdo político, es una pedagogía del alma. Es el arte de convivir con la diferencia, de aceptar que somos herederos de un mestizaje complejo: el nativo y el español, el indígena y el conquistador, la herida y el oro. En esa mezcla habita nuestro conflicto y también nuestra posibilidad.
Nos creemos libres, pero aún somos esclavos del ego. Nos creemos pacíficos, pero todavía guerreámos en las palabras, en los hogares, en las redes sociales, en las aulas. No hemos comprendido que la paz no vendrá de afuera. No vendrá de un papel firmado en Oslo ni de una promesa en campaña. Vendrá cuando cada colombiano decida reconciliarse consigo mismo, con su historia, con su origen.
Desde la Amazonía hasta La Guajira, desde los páramos hasta el mar Caribe, la paz nos espera en la forma más sencilla: en el amor al territorio. En entender que cada árbol, cada río y cada palabra son testigos de los siglos que nos formaron. Que nuestros abuelos no lucharon solo por la independencia política, sino por la liberación del alma, y que esa aún está pendiente.
Seguimos colonizados, no por un imperio extranjero, sino por el olvido. Seguimos conquistados, no por las armas, sino por la indiferencia. Y mientras no nos libremos del rencor, del miedo y de la apatía, seguiremos repitiendo el mismo Macondo: el del realismo trágico.
Por eso, esta paz que tanto pronunciamos debe nacer desde adentro: desde el reconocimiento de lo que somos. Paz es mirarse al espejo y reconciliarse con el reflejo. Paz es educar desde el amor y no desde la competencia. Paz es volver al origen, al tejido de los abuelos, al canto del río, al consejo del maestro, al abrazo que une y no separa.
Colombia será paz cuando deje de buscarla como bandera y empiece a vivirla como esencia. Cuando cada familia entienda que el hogar es el primer territorio de la reconciliación, y que no hay acuerdo más grande que el perdón cotidiano.
Quizás ese sea el verdadero legado que nos toca escribir ahora: una Colombia que se lee no por sus guerras, sino por su ternura; una Colombia que se cuenta no por sus heridas, sino por su esperanza; una Colombia que entienda, por fin, que la paz no se exige: se construye.
Delia Bolaño Ipuana

