Élections, piège à cons (elecciones trampa para idiotas) fue el grito de combate de los anarquistas en las protestas estudiantiles del mayo francés de 1968, un episodio que marcó profundamente la historia política y cultural de occidente en la posguerra. Ese movimiento no solo cuestionó el orden establecido, sino que también instaló la idea de que la democracia electoral como expresión de una democracia constitucional representativa, podía ser una farsa para legitimar un poder que no siempre respondía a los intereses colectivos.
Durante mi formación académica en la Universidad de Los Andes, en la cátedra de cultura y generaciones del profesor Jesús Arango (q.p.d.), nos deteníamos a reflexionar sobre ese tema y sus implicaciones. En mis trabajos escritos defendí la vigencia del Estado y sus instituciones como garantes de convivencia y acuerdos básicos, en contraposición a la tesis anarquista de Proudhon, que veía en ellas mecanismos de opresión. Insistía en que, aunque imperfecto, el Estado moderno requiere de un orden y que la elección democrática es el instrumento legítimo para alcanzarlo.
Esas discusiones, llevadas muchas veces de los salones de clases a la cafetería central o a la Pizzería Hippo, acompañadas de una cerveza, me enseñaron que el debate sobre la democracia nunca se agota. Hoy, varias décadas después, esas reflexiones vuelven a tener sentido frente al actual clima político de cara a las elecciones del 2026.
El país se encuentra iniciando un proceso electoral donde se deben elegir senadores, representantes a la cámara y presidente de la república, pero el ambiente está marcado más por la polarización y el ruido que por la deliberación seria y mesurada. Los candidatos ya se enfrentan en redes sociales con insultos y acusaciones, mientras la ciudadanía observa un espectáculo más cercano a la confrontación personal que a la discusión de programas de gestión de gobierno.
La acción política se ha transformado en un duelo emocional, donde lo que prevalece no son los argumentos sino la capacidad de despertar indignación, miedo o esperanza desmedida. Esa dinámica ha potenciado liderazgos de carácter mesiánico, que se presentan como salvadores y que, lejos de promover un proyecto colectivo, alimentan la división. La figura presidencial en ejercicio, señalada por sus detractores de populista, megalómana, anarquista, irrespetuosa, generadora de odios y dispersa, se ha convertido en el espejo donde se reflejan las preocupaciones de lo que no debe repetirse.
En ese contexto, vuelve a resonar la pregunta: ¿no son acaso las elecciones una trampa donde el ciudadano termina atrapado entre discursos que prometen mucho, pero ofrecen poco? La crítica anarquista cobra sentido ya que se ha permitido que la manipulación y la emocionalidad desvirtúen la esencia de la democracia.
Colombia ha sufrido en carne propia el desgaste de sus partidos políticos. Muy a pesar de la modernidad presente en la Constitución del 91, todos se transformaron en maquinarias dedicadas a ganar elecciones a cualquier costo, pero sin vocación de buen gobierno. En ese camino, alternativas de cambio auténtico, como las de Carlos Gaviria Díaz y Antanas Mockus, quedaron relegadas y derrotadas por la lógica del clientelismo y la política transaccional.
El resultado de esta trayectoria es una ciudadanía desencantada, que siente que su voto no cambia nada porque los gobernantes terminan repitiendo las mismas prácticas. Esta percepción ha llevado a que muchos piensen que si desaparecieran quienes dirigen el Estado poco o nada se alteraría, pues no generan transformaciones ni valores que trasciendan generaciones.
El proceso electoral de 2026, lejos de ofrecer certezas, intensifica esa sensación de vacío. La proliferación de noticias falsas, la manipulación algorítmica y el predominio de liderazgos mesiánicos hacen difícil distinguir entre propuestas serias y espectáculos mediáticos. El riesgo es que Colombia vuelva a caer en la trampa de legitimar con el voto un poder que no respete el equilibrio institucional ni la estabilidad democrática.
La historia enseña que las sociedades también pueden reinventarse. La crisis puede ser la oportunidad para que los ciudadanos exijan más, para que voten con conciencia crítica y no se dejen arrastrar por el ruido. Esa posibilidad, aunque frágil, es la que mantiene viva la esperanza de que la democracia recupere su fuerza transformadora.
Colombia necesita un presidente que supere la dispersión y la improvisación, que comprenda la magnitud de los retos sociales y económicos, y que respete el equilibrio de poderes como condición indispensable para la estabilidad. Ese ideal no es una ilusión romántica, sino un requisito práctico para que la política cumpla su función de orientar el rumbo colectivo.
Las elecciones de 2026 serán un espejo. Reflejarán no solo a los candidatos, sino también a la sociedad que los produce y elige. Si repetimos los patrones del mesianismo y la desconfianza, confirmaremos que seguimos atrapados en la trampa. Pero si aprendemos a votar con serenidad y responsabilidad, podremos abrir un camino distinto. Al final, más que una trampa para idiotas, las elecciones serán la medida de nuestra madurez democrática.
Cesar Arismendi Morales