La historia se encuentra en un texto antiguo llamado El Romance de Alejandro que estuvo escrito en griego en su original y puede datar del siglo III. Sin embargo, este romance conoció numerosas ampliaciones y revisiones durante la Edad Media. En él se cuenta cómo Alejandro Magno y sus hombres se internaron en un bosque en donde encontraron hermosas doncellas sentadas al pie de cada árbol. El bosque les proveía por la noche lo que ellas deseaban en la mañana. Cuando el invierno llegaba las cautivadoras mujeres desaparecían en el suelo para renacer en la primavera siguiente en forma de flores blancas. Las flores mantenían su apariencia humana y sus pétalos tomaban la forma de glamorosos vestidos femeninos. Cuando Alejandro Magno quiso llevarse una de estas doncellas, ella le advirtió que no podía abandonar la sombra de los árboles ni dejar el bosque que le servía de refugio, sin el riesgo de perder su vida.
Este relato lleva a preguntarnos por las fronteras que levantamos entre los humanos y los no humanos y también por la noción Occidental de naturaleza. Esta es vista usualmente como un extenso jardín en donde crecen espontáneamente las plantas, un bosque extenso en donde surgen los árboles y las flores sin la intervención humana, sin sus artes, trabajos y tributos. Ellos parecen dados para la contemplación virtuosa que despierta en algunos una espiritualidad dormida. Una idea que buscamos replicar en los jardines de las ciudades. De ello nos habla la escritora norteamericana Peggy McCracken en un ensayo sobre lo floral y lo humano. Ella nos cuenta, cómo luego de la caída de Roma, el conocimiento y la práctica de cultivar flores decayeron en Europa. Solo hasta el siglo XII, por el contacto con el Oriente que las tenía en alta estima, las flores volvieron a recuperar su valor.
Entre los libros breves más maravillosos de la humanidad podemos señalar el de Maurice Maeterlinck, La inteligencia de las flores, publicado apenas iniciado el siglo XX. El autor afirma que en ese mundo vegetal que vemos tan resignado y en donde todo parece silencio, aceptación y obediencia, es justamente en donde se desarrolla una rebelión vehemente y obstinada contra el destino. Las plantas están obligadas a luchar contra la inmovilidad a la que están condenadas desde su nacimiento. Maeterlinck destacó la intencionalidad de las plantas de florecer y fructificar. Ello pone de manifiesto la capacidad de agencia de los vegetales y su fluida interrelación con otros seres vivientes como los insectos.
En su libro, La botánica del deseo, Michael Pollan plantea que percibimos a las especies domesticadas como resultado de una inteligente intervención humana. No obstante, ello puede ser visto como lo inverso si se observa desde la perspectiva de las plantas. Los tulipanes han manipulado a los humanos para seleccionar sus mejores ejemplares a través del ideal de la belleza. Según este autor, hemos pasado los últimos miles de años rehaciendo estas especies a través de la selección artificial, transformando una flor silvestre sin pretensiones en un tulipán alto y deslumbrante. Lo que es mucho menos obvio es que estas plantas al mismo tiempo tienen también el propósito de domesticarnos.
Quizás la mayor lección que podemos aprender de las plantas es el de cómo ellas se apagan con sigilo. Sus flores se marchitan gradualmente sin que sepamos la fecha exacta de una muerte que ocurre sin rituales y sin dramas. Ese saber retirarse de la vida con una eterna y natural discreción
Weildler Guerra Curvelo