MANUEL SIERRA PIMIENTA, EL MAESTRO QUE RESOLVÍA ECUACIONES CON EL ALMA

Epígrafe

Daniel 12:3


“Los entendidos brillarán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a muchos, como las estrellas a perpetua eternidad.”

 

La exactitud como lenguaje

El profesor Sierra era símbolo de pulcritud y elegancia. Caminaba con la actitud de quien representa un valor. También era símbolo de actitud señorial. Su verbo tenía la cualidad de que cada palabra era sopesada, medida y pensada con sabiduría para que encajara de manera precisa en la frase que pronunciaba y el momento en que la decía. Transmitía rigurosidad científica, la cual dejaba sembrada en la mente de sus estudiantes.

En sus clases, los jóvenes aprendían que una ecuación no era una combinación de números y también una forma de pensar el mundo. Enseñaba con firmeza, pero sin dureza. Exigente, pero pródigo en el elogio a quien lo mereciera. Desde Manaure, hasta Venezuela y Riohacha, lo suyo fueron los números que desmenuzaba en pizarras abiertas a la posibilidad del aprendizaje.

 

La conciencia como órgano de control

Su conducta reflejaba transparencia, ética y una fiel coherencia entre lo que predicaba y lo que hacía. En sus manos los recursos públicos fueron sagrados, porque entendía que eran del pueblo y porque sabía que el órgano de control infalible, riguroso y omnipresente era su conciencia y la mirada atenta de Dios. Bien sabía que no le iba a fallar a la ley de los hombres, pero mucho menos a su conciencia y a la cámara omnisciente del Señor.

Una vez dedicado a las labores administrativas, aplicó en su ejercicio gerencial aquellas lecciones que sus estudiantes aprendieron en las clases de álgebra del Liceo Padilla o de la Divina Pastora. Por eso administraba como si se tratara de resolver ecuaciones: despejando lo innecesario, equilibrando ambos lados de la balanza y hallando siempre la incógnita correcta en medio del caos. En su mente, los presupuestos eran sistemas de variables, y los problemas del aula se resolvían con la exactitud de un binomio bien factorizado.

 

La física del compromiso

En el tablero de la política, Manuel Sierra aplicó con maestría la ley de acción y reacción: por cada promesa que emitía, figuraba un acto concreto para sustentarla. Sabía que la fuerza que mueve a un pueblo no nace del impulso vacío, sino de la coherencia entre palabra y consecuencia. Como buen conocedor de la física del poder, calibraba cada movimiento con la precisión de un péndulo que oscila por equilibrio de energía.

Una parte del pueblo, muy numerosa, le pidió que aspirara a la Gobernación. Así lo hizo, pero los fríos números al final le indicaron que en esa oportunidad no tendría el aura del ganador. Entonces recordó que, en álgebra, como en la vida, no todas las ecuaciones tienen solución inmediata: algunas requieren despejar incógnitas en otros tiempos, y otras simplemente no se resuelven porque no es el momento. Aplicó la física de la dignidad: entendió que no hay caída que detenga a quien sabe amortiguar el impacto con la entereza de un cuerpo flexible. Y como buen conocedor del equilibrio, supo retirarse sin perder la fuerza, sabiendo que también las pausas forman parte del movimiento cuando la trayectoria es más grande que un solo resultado.

 

La ecuación más importante

En el gran libro de su vida, la página más luminosa no fue escrita con votos ni con presupuestos, sino con fórmulas de amor y disciplina que aplicó en casa como un sabio del álgebra de la crianza. Allí, cada uno de sus hijos fue una variable bien acompañada, un término que sumaba y multiplicaba sentido a su existencia. Como en una progresión aritmética, sembró valores constantes: esfuerzo, estudio, respeto. Y como en una progresión geométrica, vio multiplicarse los frutos de su ejemplo. Rubén, Silvina, Manuel, Víctor y Mario fueron sus verdaderos logros: ciudadanos de bien, profesionales íntegros, testimonio viviente de que el profesor Sierra, aunque no siempre ganó elecciones, sí resolvió con maestría la ecuación más importante de todas: la de formar seres humanos capaces de transformar su entorno.

 

La gratitud como medalla

De todos los homenajes que recibió a lo largo de su vida, hubo uno que llevó la fragancia imborrable de la gratitud verdadera. No fue un decreto ni una condecoración oficial; surgió desde las voces jóvenes que alguna vez escucharon sus enseñanzas entre pizarras y amaneceres. En 1969, los estudiantes del último año del Liceo Nacional Padilla —a quienes había guiado con firmeza y afecto— decidieron eternizar su nombre donde importa de verdad: en la memoria compartida de quienes aprendieron a pensar con él. Aquella generación se graduó como bachilleres y también como herederos de una ética, al llamarse con orgullo: Promoción Manuel Sierra Pimienta.

 

La teoría del magnetismo vital

En el alma de La Guajira, quedará sembrado el nombre de Manuel Sierra Pimienta como se siembra el árbol que da sombra recta y fruto honrado. En su cátedra, como en su vida, enseñó que los conjuntos eran comunidad viva que exige respeto y vínculo verdadero.

En cada ecuación que resolvía ante los muchachos había también una lección de justicia: que los extremos de la vida sólo se igualan con el deber cumplido. Fue un hombre dinámico, con la fuerza serena que empuja al bien sin alardes. Y fue, sobre todo, un centro de gravedad moral, cuya presencia atraía lo justo, lo correcto, lo útil. Así vivió, así enseñó y así así se fue en el viaje ineludible hacia la eternidad: con la frente alta y el alma en paz, dejando tras de sí una estela de principios que el tiempo no desgasta.

«Queden en paz sus pasos. Brille su recuerdo como un número entero en el alma de quienes lo aprendieron, lo siguieron y lo amaron.»

Entre los nombres que se pronuncian con respeto, el de Manuel Sierra Pimienta seguirá encendido en la memoria agradecida de un pueblo que supo reconocer en él a un maestro con verbo justo, alma recta y corazón de cátedra.

 

Alejandro Rutto

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