OIGA LO QUE DICE ALEJO

Mucho tiempo después, cuando Alejo ya había parapetado el vidrio roto de su corazón, destrozado por el abandono de su esposa Joselina Salas, su productor Toño Fuentes, que lo esperaba en Medellín para una nueva grabación en su famosa casa disquera, cuando lo vio venir le salió al encuentro y de una desenfundó sus preguntas inquisidoras.

-Alejo, ¿tú has tenido problemas con tu esposa?

-No, contestó Alejo… ¿Por qué?

-Es que, andan diciendo por ahí, que tu mujer te piensa demandar por los bienes del matrimonio.

-Pero… ¿Cuáles bienes, si yo no tengo nada?

-Será por el acordeón, respondió Toño Fuentes.

-Entonces si es así, que a ella le den los pitos que yo me quedo con los bajos.

Este diálogo picante lo refiere el reconocido escritor y poeta cordobés, José Manuel Vergara, en un comprimido ensayo sobre Alejo Durán. El apunte no sólo tiene valor anecdótico, sino que define conceptualmente la música del famoso juglar vallenato. Nadie, ni antes ni después de él, ha tocado el acordeón con tanta profundidad en los bajos como el negro Durán. No lo aprendió de ningún maestro ni tampoco enseñó a ningún alumno, de ahí que su música nació y murió con él.

Era el segundo de tres hermanos, nacido del matrimonio de Náfer Durán con Juana Francisca Díaz, en El Paso, departamento del Cesar, el 9 de febrero de 1919. Su padre era de allí y su madre provenía de Becerril, se conocieron en la hacienda Las Cabezas donde trabajaban, él de vaquero y ella atendía los oficios domésticos.

La tradición oral recuerda que la niñez de Alejo fue parecida a la de todos los niños de aldea de la costa, pasaba todos los días, con el sol naciente, rumbo al caserío y regresaba por las tardes, acompañando siempre a su abuelo paterno, montado en el anca de su burrito. Iba en las noches a la escuela de Luis Santiago Cuello y a los 10 años ya empezó a trabajar como racionero en la hacienda, llevando a las distintas fincas los alimentos para los trabajadores. Desempeñó también el oficio de corralero y más tarde el de vaquero. Después de dejar la hacienda ensayó en un aserrío, pero tampoco encontró acomodo. Tal vez entendió a tiempo que su vida tenía otros designios.

Por sus venas corrían genes musicales heredados sobre todo de su padre, que por tradición era un buen acordeonero, pero también su madre le ayudó a desarrollar su talento musical, pues se la recuerda como bailadora de tambora y cantadora de chandé por las calles del pueblito, en la época de navidad. Paradójicamente, Alejo lo primero que empezó a tocar fueron instrumentos de percusión como la caja y la guacharaca.

Por último, aprendió el arte de tocar acordeón cuando ya frisaba los 20 años, y lo hizo casi que clandestinamente, cuando su padre, o Luis Felipe, su hermano mayor que ya tocaba, dejaban al descuido sus acordeones y se dedicaban a los rudos quehaceres del campo.

No se puede decir que no tuvo influencias, sí las tuvo, sobre todo de su tío materno, Octavio Mendoza, a quien llamaban cariñosamente Mendo, que tenía fama y reconocimiento en la región. Era a Mendo a quien buscaban para amenizar los bailes y fiestas populares, que en El Paso las llamaban cumbias. Fue en una de esas fiestas que su tío lo invitó a que tocará y Alejo venciendo su timidez, lo hizo, pero mirando a la pared. Este rasgo de su personalidad fue lo que más le ayudó a desplegar su genialidad musical. Hablaba poco, el resto se lo dejaba a su acordeón.

Alejo también admiraba mucho a Víctor Silva, otro acordeonero local, que tocaba bonitas melodías que lo ponían a soñar. El mismo Alejo ubica su modo de tocar entre Octavio Mendoza y Víctor Silva, reconociendo sin embargo que su estilo era único.

En 1949, con 30 años a cuestas, este cóndor legendario se sintió con demasiadas fuerzas en sus alas y emprendió el vuelo. Aprovechó la invitación que le hizo a Mompox, Germán Piñeres para festejar el 7 de agosto, día de la Independencia de la Nueva Granada. Se fue a la islita desde el 4, en una pequeña embarcación que cumplía su itinerario navegando por el río Ariguaní. En el puerto fluvial se despidió con mucha tristeza de su padre que lo aconsejo:

«Cuídese mucho, Ud. ya es grandecito y sabe lo que hace».

A partir de ahí no volvió a vivir en El Paso.

Alejo ya había oído en tocadiscos las grabaciones que le hacía Víctor Amortigui, en Barranquilla, a Luis Enrique Martínez y a Abel Antonio Villa, así que tenía la ilusión de llegar a ese mundo de ensueño. Llevaba un costal de canciones propias que hoy al mencionarlas no se imagina uno cómo cabían en ese equipaje: La Cachucha Bacana, Juepa Je, La Perra y muchas más que sería difícil enumerar.

Efectivamente, en casa de Víctor conoce a Luis Enrique Martínez y de inmediato cuajó la amistad con el cantor guajiro. Empiezan a grabar canciones en acetato que ellos mismos vendían cuando salían de correduría, inicialmente a los pueblos ribereños del gran río, pero después extendieron sus dominios hasta los pueblos más remotos, llegando incluso a los confines de la tierra de Francisco el Hombre.

En sus primeras andanzas también llegó a Fundación, San Juan Nepomuceno y El Guamo. En esta última población hizo amistad con Lizardo Guzmán a quien le compuso Los Dos Amigos. Se presentaba en el teatro Bamba, de Barranquilla, en los intermedios de las películas; compartía escenario con Guillermo Buitrago, Abel Antonio Villa, José Peñaranda y Luis Enrique Martínez.

En 1952, en unas de sus giras por el río Magdalena llega a Calamar y tira para la casa de Agustín Salinas, en el corregimiento de El Yucal. Allí conoció a Joselina Salas, la mujer que en poco tiempo lo enloqueció y lo llevó al altar en Barranquilla, en 1953, en la iglesia de Chiquinquirá. Ahí empezó su dilema existencial: amarrarse al amor de una mujer o vivir errabundo por la vida tirando sus canciones al viento.

Buscando independencia se fue a vivir a Magangué pero siguió con sus giras consuetudinarias que ahora abarcaban los pueblos ribereños del río San Jorge y el Cauca Arriba hasta Caucasia. En la lancha Viboral, de Nicolás Avendaño viajaba a San Marcos, de ahí partía para Ayapel y terminaba en época de cosecha de arroz en Montelíbano. En uno de esos viajes de Montelíbano a San Marcos conoció a Irene Rojas, la morena a quien le compuso 039.

Sus constantes desplazamientos terminaron por hacer mella en el corazón de su mujer, que no soportaba la soledad ni sus ausencias reiteradas. Desesperada se devolvió a El Yucal. Alejo que estaba por los Altos del Rosario cuando llegó a su casa la encontró cerrada y de inmediato comprendió que la había perdido sin remedio.

Alicaído se fue a vivir a Montería. Cuando se hubo repuesto volvió a emprender sus giras por Tierra Alta y Valencia, entrompando luego hacia tierras del medio y bajo Sinú. De tanto andar por la Sabana terminó viviendo en Sahagún. Desde allí viajaba a Sincelejo, Momil, Lorica y Planeta Rica.

Una mañana de 1962, empacó todos sus motetes y se fue. Por equipaje llevaba una maletica ventruda, su acordeón colgado del hombro y debajo de su sobaco un gallo fino de pelea. Se apareció en Planeta Rica donde, por fin, sentó sus reales. Le parecía una tierra acogedora, donde tenía unos amigos que compartían su aflicción por las peleas de gallos. Vivió en casas alquiladas hasta que compró la suya, después de 5 años. En las tierras de Óscar Lozano cultivó el maíz y el ñame.

Toda Planeta Rica se sentía orgullosa de su presencia. Cuando se coronó primer rey vallenato y regresó de las olimpiadas de México, dejando muy en alto el nombre de Colombia, la alcaldía lo declaró hijo adoptivo. En esta buena tierra encontró su amor definitivo, Gloria María Dussan Torres, su verdadero amor. Cuando se conocieron, Alejo contaba con 56 años de edad y ella apenas tenía 16. La llamaba con cariño Goya, su encantadora Goya. Fue un rayo de luz que iluminó su vida y apaciguó su corazón. De ser un errante desaforado lo convirtió en un hombre hogareño que le ayudaba en los quehaceres de la casa.

Grabó más de 1000 canciones y recibió centenares de homenajes y trofeos.

Muchos sin conocerlo sabían de su grandeza. Contaba el mismo Durán a David Sánchez Juliao, que cuando iba de Rincón Hondo a Valledupar para participar en el festival, hizo una parada en el camino y la tendera que no lo reconoció pero al verlo con su acordeón colgado al hombro le preguntó que si iba para Valledupar y Alejo le respondió que sí, que iba a concursar.

La señora de inmediato le ripostó:

«Usted que va a hacer allá, no ve que allá va a estar Alejo».

Alejo sonriendo, le siguió la corriente y le respondió: «A exhibirme».

La parábola de su vida concluyó rodeado de sus familiares, en la clínica Unión, de Montería, cuando su mano trémula agarró a la de su mujer, apretándola con las últimas fuerzas que le quedaban, y con voz casi inaudible le dijo: «Goya, te quiero». Ella con un nudo en la garganta, impedida por la emoción, alcanzó a balbucear: «Yo también te quiero a tí, negro». Entonces su corazón le pegó el estremecimiento brutal que le cortó el último aliento. Goya le cerró los ojos y todos estallaron en llanto. Eran las 9 de la mañana del 15 de noviembre de 1989.

Se había ido el trotamundos empedernido, el caminante de mil caminos, el cantor que hizo grandes las pequeñas historias de sus canciones.

Cuando pasen muchos años y las futuras generaciones se vean obligadas a refundar el vallenato, regresarán sedientas al pasado a beber de las aguas primigenias de estos músicos ejemplares, y allí encontrarán la imagen impávida de Alejo Durán, esperando por el merecido reconocimiento que los años nuevos no le han dado.

Luis Carlos Brito Molina

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