SI LOS GOBIERNOS NO CUMPLEN…

Se filtró esta semana en las redes sociales un video en el que aparecen rampantes dos comandantes de ELN en el Catatumbo -un hombre y una mujer- afirmando que no firmarán nada con el Gobierno Nacional en vista de sus incumplimientos en el proceso de Paz Total, de modo que lo que se viene es la guerra total, según afirmaron en clara actitud de desafío.  No podemos suponer que los mencionados comandantes se estén prestando para hacer afirmaciones de ese calibre “sólo por pasar el rato”, de modo que hemos de aceptar, apenas para comenzar, que el Gobierno le queda aún una complicada tarea por hacer, cual es la de llevar a término la negociación que se comprometió a realizar desde el momento en que lanzó en medio de fanfarrias, bombos y platillos la estrategia de la Paz total. Tampoco nos es dado conocer los detalles del supuesto incumplimiento que alegan los comandantes, salvo lo que se afirma por los medios, o lo que hace saber desde la comisión negociadora que preside la señora Vera Grabe, así es que solo resta confiar en que las personas comprometidas en el diálogo saben lo que están haciendo. ¿Desconocía el Gobierno las dificultades que podían estar implícitas en el proceso de negociación? Preferimos considerar que no, definitivamente, puesto que es este un asunto con mucha historia y de alta trascendencia de Estado que no se le encarga a cualquiera. ¿Se subestimó la actitud de los interlocutores? Puede ser que así haya sido, sin embargo, no parece creíble que el Gobierno llegue a reconocerlo, con tal de evitar que se madure desde allí alguna señal de fracaso imputable al equipo de negociación, así es que parece más procedente buscar la razón de fondo “en la molestia entre los negociadores”, que es una razón que puede ser suficiente para entender que las negociaciones hayan caído en “punto muerto”. Se requiere la certeza de que los postulados planteados por el Gobierno no son suficientemente aceptables para dejar las armas de una vez por todas y sentarse a discutir los términos de una paz posible, lo cual permitiría llevar el proceso directamente hasta el terreno de las pretensiones y la disposición real de las partes para avanzar.  

El país sabe que el ELN ya no luce como el movimiento revolucionario de hace décadas, animado tal vez en un propósito político definido, seguramente inspirado en el desarrollo del agro y el bienestar en los territorios, eso está claro, sino que ha desviado su accionar hacia otras prioridades que no son precisamente las que necesita el país para reconstruir una ruta promisoria de futuro. Su dedicación al narcotráfico y al impulso de la minería ilegal no son precisamente argumentos válidos para  entenderse con el Gobierno, y menos la pretensión  de expulsar las multinacionales de los territorios, o frenar la agroindustria, o  permitir los cultivos ilícitos, o retirar el Ejército de los territorios que pretende, no es por ese camino que se pueden conseguir acuerdos con el Gobierno o el respaldo de los campesinos del país, ni será nunca el argumento con el cual se logre la voluntad de la sociedad colombiana. El Presidente ha dicho con toda claridad que las negociaciones de paz no servirán para respaldar negocios ilícitos ni el sacrificio de campesinos, y mucho menos la pérdida de la soberanía del Estado sobre los territorios, y acaso será por eso que el ELN se retiró de las negociaciones, porque se exige por sobre todo “el desmantelamiento de la economía ilícita y el respeto a la población civil”.

El hecho concreto es que el colectivo alzado en armas se mantiene en pie de guerra y se jacta de su posición de combate en el Catatumbo, en el Chocó, en Antioquia y en el Sur del país, mientras que las negociaciones están detenidas. Y muy poco tranquilizador es que el grupo fuera de la ley esté tratando de legitimar su accionar, si es que eso fuese aceptable, alegando incumplimientos de parte del Gobierno y su incapacidad para resolver el conflicto armado, asumiendo de modo unilateral una guerra que no le corresponde frente a la delincuencia en el Chocó, en Antioquia y en el Sur del País, y frente a las disidencias del frente 33 de las FARC en el Catatumbo. ¿Pensará el ELN que se puede legitimar de esa manera frente al país? ¿Pensará, como lo afirman los comandantes citados, que el Gobierno va a aceptar el cese al fuego sin que se detengan las actividades ilícitas? Si en eso se centra la discordia, preparémonos para largas jornadas de desaliento.

Nos damos perfecta cuenta de la escalada delincuencial que azota el país por todas partes, en las ciudades y los territorios, pero no sale de allí la más mínima posibilidad de aceptar que una fuerza al margen de la ley se sienta en posición de tomar control de los territorios con el látigo de las armas y la presión del terrorismo, y ello con el aval del Gobierno. ¡No es admisible! Ahora, como no se hace público el contenido de estos acuerdos de Estado, en tanto versan sobre materias muy delicadas de seguridad, nos queda como mejor recurso el suponer que el reparo del ELN está en que le resultan inaceptables las condiciones interpuestas por el Gobierno, lo cual debería, antes de dar motivo para abandonar las mesas de negociación y conducir a la suspensión de los diálogos y la ruptura de treguas, trasladar la discusión al terreno de los asuntos sobre los cuales hay clara e inequívoca coincidencia de pensamiento. Allí puede estar la solución para toda negociación complicada. Un adecuado sistema de pensamiento ayuda a entender que, en medio de una maraña de discusiones, hay ideas fuertes que permiten desenredar las conversaciones y avanzar hacia resultados concretos que son aceptables para las partes. No está bien enfocado un equipo de negociación que se distrae y se entraba en las partes complicadas del problema, mientras se destruyen sin remedio los ánimos, cuando se puede hacer el esfuerzo de avanzar sobre las partes no complicadas, al paso que se consolidan los ánimos y se fortalece la confianza.   

Esa ruta ya la experimentó el país cuando se comprometió a establecer diálogos de paz con las extintas FARC-EP y se sumió en una tarea de titanes para sacar adelante los diálogos de La Habana. Dichos acuerdos no estaban fundados en las diferencias de criterio y concepto político entre uno y otro bando, sino en las condiciones que deberían establecerse en Colombia para conseguir una paz extensa y duradera en los territorios masacrados por años y años de guerra inhumana y estéril. Y funcionó, pero fueron necesarias grandes dosis de gallardía y valor de combatientes para que, en medio de un ambiente de no agresión y con respeto irrestricto por la diferencia de opinión, se encontraran decenas de puntos de coincidencia sobre los cuales se armó el Acuerdo final de Paz. Fueron muchas las mujeres y hombres que aceptaron el desafío de pensar de manera sistémica y ordenada en qué debería consistir el Pacto de Paz que orientaría la vida de los colombianos después de firmado el Acuerdo. El documento construido en La Habana es un acuerdo político de demasiado valor, quizás el más grande que hayamos logrado hasta ahora después del Pacto de Chicoral, aquel que marcó el final de La Guerra de los Mil Días y trazó nuestra entrada al siglo XX.

Los Gobiernos deberían ocuparse a tiempo de aprender a pensar las cosas con mentalidad de estadistas. Quizás, si eso fuera así, las conversaciones con el ELN no estarían entrampadas y el país estuviera abriéndose paso hacia horizontes más prometedores. ¿Por qué no avanzan las cosas? ¿Qué detiene los diálogos de paz? No queremos caer en la trampa conductista de sugerir que “es por terquedad y falta de compromiso político de los colectivos armados”, si es que pudiera precisarse cuál podría ser ese compromiso, lo cual implica que, en una negociación por esencia bilateral como ésta que se discute, debe haber compromisos de contrapartida que se fundan en ejes realmente esenciales. Si no hay aceptación de postulados es porque no han sido hallados los puntos de coincidencia y la negociación no avanza, como es consiguiente. De otra parte, si la queja de los alzados, como se puede ver en el video de marras, es el incumplimiento reiterado del Gobierno en algo sobre lo que no se puede transigir, se debe considerar que la negociación está viciada de viabilidad y que es necesario replantear desde el comienzo.  

Se entiende entonces por qué razón tampoco tiene el país nada promisorio con relación a las disidencias de las FARC. Este es, por supuesto, un grave problema de Estado, pero se hace mayor cuando empieza a sonar en las calles y las redes sociales que algunos excombatientes -nadie sabe cuántos-  están considerando el regresar a las filas en vista de los incumplimientos del Estado en buena parte de los compromisos consignados en el Acuerdo de Paz de la Habana. Pareciera que, por momentos, se ha ignorado sistemáticamente que el Mandato allí consignado, refrendado por el Congreso, tiene Unidad de Cuerpo Constitucional y constituye obligación del Gobierno gestionar su cumplimiento.  No es optativo, es obligatorio, de modo tal que no es aceptable ignorar su cumplimiento. Si el Gobierno no cumple con ese compromiso, sea por necedad política o por incompetencia del aparato estatal, condena al país a vivir la confusión de los acuerdos de paz como si fuesen un embeleco irrelevante que se puede pasar por alto, dejando el país sumido en la inhumanidad de la guerra y el caos.  

Pues bien, el Gobierno enfrenta hoy un problema de Estado relacionado con el manejo del conflicto interno y la seguridad nacional, expresado éste en la persistencia de colectivos alzados en armas que pretenden ejercer dominio territorial desconociendo la autoridad del Estado y poniendo en riesgo la estabilidad del país. No es éste un asunto menor, por supuesto, sobre todo cuando se escucha decir a los alzados que la razón para su accionar se encuentra en los incumplimientos del Gobierno. ¿Se está incumpliendo en qué? Si queda algo de responsabilidad en el aparato del Estado, es mejor que los equipos de Gobierno se pongan a trabajar en la búsqueda de respuestas y comience el país a tener claridades sobre lo que se dice que se hace pero que al final no se cumple. Esta es una urgencia por la estabilidad y el orden del país, dado que una sociedad que no recibe información y adolece de claridades sobre lo que hace y no hace su Gobierno es muy proclive a entrar en pánico, y por esa vía entrar en situaciones desbordadas de protesta y estallido social.    

Por si acaso no queda claro lo que acabamos de afirmar, veamos lo que acaban de anunciar las comunidades indígenas del Cauca y Nariño a propósito de los incumplimientos del Gobierno:  Viene hacia Bogotá una nueva movilización masiva de líderes de comunidades indígenas del Cauca y Nariño. Y vienen haciendo lo mismo las comunidades del Pueblo Wayúu en La Guajira, y también las comunidades indígenas Sikuani en los campos petroleros del Meta, y los Embera en Bogotá… y tantos otros. ¿Por qué no basta con algo tan simple como una llamada telefónica a las autoridades correspondientes para reclamar lo que está pendiente, en cambio de tener que acudir a las movilizaciones? Porque la llamada no sirve para nada, de repente ni siquiera se contestan, en cambio las movilizaciones generan contingencias de orden público que obligan a prestar atención. ¿Y qué va a decir el Presidente a los movilizados, una vez lleguen a Bogotá, si es que tuviera tiempo para conversar con todos? ¿Qué ahora si va a atender sus demandas y que pueden regresar tranquilos a casa? No es tan sencillo. El Gobierno va a tener que sentarse con ellos durante largas horas de negociación hasta que estén seguros de que les van a cumplir lo prometido, de otra manera podrán adoptar vías más severas de reclamación.

De esta manera estamos ante la posibilidad de que grupos sociales muy activos, con altísima consciencia de su poder colectivo, con madurada conciencia política y social, probablemente pacíficos, pero en todo caso dispuestos a llevar sus actos hasta sus últimas consecuencias, decidan, otra vez, ponerse de pie y alzar su voz para reclamar y defender lo que consideran legítimamente ganado. Y todavía es posible que no lo hagan pacíficamente, como ha podido verse en movilizaciones recientes, de modo que podemos advertir si está jugando el Gobierno con la paciencia de las comunidades indígenas al aplazar peligrosamente la solución de sus reclamos. ¿Se subestima su capacidad para generar problemas? ¿Querrá esperar el Gobierno a que se armen y decidan por último declararse en rebeldía? 

No puede perderse de vista la compleja situación que se vive en los territorios que han sido “tomados” por las organizaciones armadas que estamos citando y que centran su actividad en el fomento de cultivos ilícitos y el narcotráfico, afectando las costumbres y ritmos de vida de campesinos y pueblos originarios y atentando sin compasión contra la vida de todos, en particular contra sus líderes y defensores de Derechos Humanos. Se justifica, entonces, persistir con toda fortaleza en la necesidad de mantener y tener éxito en las negociaciones de paz, como primera responsabilidad del Estado, porque en ello se juega la vida y bienestar de todos los colombianos.  

Tampoco puede desconocerse la complicada situación que se vive en torno a los cultivos ilícitos y la presión sobre las tierras, de donde proviene el conflicto de legalidad que afecta el trabajo de las comunidades  de todo el país y sus expectativas de desarrollo económico, acentuada ésta por la pobreza y la falta de oportunidades, todo lo cual sustenta el reclamo constante de las comunidades y pueblos por la seguridad y la protección del Estado, que si acaso tarda, o nunca llega, destroza la esperanza y la paciencia de todos.  Aquí el Gobierno tampoco puede ceder ni un metro en su responsabilidad de llevar a las regiones desarrollo real para la vida buena de todos.

No cumplir con la garantía de seguridad y protección en las regiones y territorios, al menos eso, vendría a ser una muy peligrosa manifestación de debilidad e incompetencia de un Gobierno para garantizar el primer Derecho Fundamental de los ciudadanos. Admitir el fracaso de las negociaciones es una demostración de mediocridad que ofende la dignidad y autoestima de las comunidades y los pueblos que sufren la guerra en carne propia y se quebranta con ello todo principio de confianza en la institucionalidad. No querrá el Gobierno perder de esa manera el respaldo total del pueblo.

 

Arturo Moncaleano Archila

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