En La Guajira todo estaba anunciado. Como en la novela de Gabriel García Márquez, cada paso de nuestra historia ha sido advertencia de un destino que nunca quisimos, pero que tampoco supimos detener. Somos una tierra donde el sol se posa con soberanía sobre desiertos inmensos, donde el mar se mezcla con el viento y donde la madre tierra nos entregó riquezas incalculables: carbón, gas, sal, viento, turismo, cultura y la raíz milenaria de nuestros pueblos originarios.
Y, sin embargo, en medio de tanto regalo, nuestros niños mueren de hambre, nuestros abuelos wayuu agonizan sin agua, nuestras comunidades sobreviven en la marginación y el analfabetismo. La Guajira, la provincia más rica en recursos naturales del Caribe colombiano, se ha convertido en el rostro de la pobreza nacional.
Desde el descubrimiento del carbón y la llegada de Cerrejón, pasando por los megaproyectos de energía eólica y ahora el Proyecto Sirius para la extracción de gas, siempre ha habido un mismo libreto: se instala la infraestructura, se extrae la riqueza, se promete desarrollo, pero el beneficio viaja por tuberías hacia otras tierras, mientras el polvo del saqueo queda aquí, sobre los rostros de un pueblo que aún no entiende por qué su abundancia se transforma en miseria.
Dicen que La Guajira “no está preparada”, que “no tiene condiciones”, que “falta capital humano para administrar su riqueza”. ¿Pero cómo prepararse si el Estado nunca invirtió de manera estructural en educación de calidad, en ciencia, en tecnología, en la formación de líderes y profesionales guajiros capaces de manejar su propio destino? La educación es el petróleo más puro de cualquier nación, y aquí fue negada, olvidada, subvalorada.
La contradicción es grotesca: se invierten millones en construir tuberías hacia Santa Marta para administrar nuestro gas, pero no se invierte en universidades, en institutos técnicos, en programas de investigación que permitan a un joven wayuu ser ingeniero de su propio territorio. Se justifican las carencias para negarnos el derecho a la autodeterminación, cuando esas carencias son producto de políticas de exclusión.
Lo que está en juego no es solo un recurso natural: es el derecho constitucional de un pueblo a gozar de su territorio (artículos 7, 63, 79 y 80 de la Constitución de 1991), es el derecho fundamental de las comunidades indígenas a la consulta previa libre e informada (Convenio 169 de la OIT), es el principio de la soberanía territorial sobre los recursos naturales. Lo que ocurre en La Guajira no es únicamente un drama social: es una violación jurídica y ética.
El saqueo no es nuevo. Desde la colonia se nos convenció de que ser indígena era atraso, de que nuestra lengua y nuestra cosmovisión eran obstáculos. Nos repetían que debíamos agradecer lo poco y callar frente al despojo. Pero no hay atraso en ser wayuu, ni en ser guajiro. El atraso es negar la educación, impedir la formación, limitar el acceso al conocimiento y perpetuar el círculo de dependencia.
Hoy, más que nunca, la historia nos exige un giro. Ni la violencia de los paros ni el silencio cómplice de las élites bastan. Se requiere formar, educar, capacitar y generar sentido de pertenencia. Se requiere que universidades, alcaldías, gobernaciones y las mismas empresas entiendan que no basta con extraer: hay que sembrar. Y sembrar significa dejar capacidades instaladas, fortalecer la autonomía, invertir en el desarrollo humano de un pueblo que merece dignidad.
Porque La Guajira no necesita más migajas: necesita justicia histórica. Y esa justicia comienza con la educación, con el respeto al territorio y con la transformación de la mentalidad colectiva.
Esta es la verdadera crónica que debemos escribir: no la de una muerte anunciada, sino la de un renacer posible. Un renacer donde la riqueza no sea maldición, donde el indígena no sea sinónimo de atraso, donde los recursos del territorio sirvan primero a su gente, y donde cada guajiro pueda levantar la frente y decir: la tierra de sol, del viento y del mar es también tierra de futuro.
Delia Rosa Bolaño Ipuana