A lo largo de nuestra vida suceden innumerables situaciones que, de alguna forma, van convirtiéndose en enseñanzas. Esas enseñanzas son impartidas por maestros, algunos del amor y otros del dolor. Cada uno de ellos deja su aporte, su pequeña o gran cuota para la evolución de nuestra alma de acuerdo con el plan divino. Reconocerlos es necesario, y agradecerles también, por su insustituible presencia en nuestro camino y por ayudarnos con sus actos, sean cuales estos sean, a crecer.
Entre esos acontecimientos que pasan, van llegando, como por algún designio celestial, esos ángeles terrenos (así les he llamado en otros escritos). Ellos, con su bondad irrefrenable, nos hacen sentir acompañados. Sus muchos actos milagrosos van desde escucharnos, brindar una palabra de aliento en el momento en que esta es más que necesaria y llega como un bálsamo al alma, hasta solventar alguna necesidad de subsistencia sin algún interés distinto al de ayudar generosamente al otro. En cualquiera de los anteriores casos y muchos más, los actos de esta naturaleza gozan del mismo valor, especialmente del que se le concede en el corazón de quien lo recibe con corazón abierto e inmensa gratitud.
Existen momentos en que los actos de bondad tienen una connotación mayor, como la que se otorga ante situaciones de urgencia manifiesta, pues no es menor el hecho que, como lo afirma el cantante y compositor Martín Valverde, en ocasiones la vida aprieta fuerte. Y es allí justamente, donde todo adquiere una perspectiva diferente, un significado más profundo, un impacto supremo, despertando por supuesto, el agradecimiento inmenso y trascedente por constituirse en todo un acontecimiento el hecho de ver una luz de esperanza, entre la bruma de la angustia, la preocupación o la incertidumbre, cuando se ha nublado la mirada porque las lágrimas anegan los ojos y corren presurosas por el rostro, y en el pecho se siente una ligera opresión, que para alivio y fortuna de muchos, aparece milagrosamente y por misericordia divina, una mano tendida.
A veces, se nos enseña erróneamente sobre la individualidad reinante. De vivir y salir adelante sin mirar hacia los lados, sin pedir ayuda, sin compartir lo que sentimos o pensamos especialmente en esos momentos de incertidumbre y desasosiego. Ciertamente, no se trata de ir por allí lanzándole a cualquiera en detalle, todo lo que acontece ni mucho menos. Se trata de identificar y cuidar, ese círculo cercano de apoyo emocional, o como le llamó Michelle Obama “el puerto seguro de sabiduría femenina” (que también puede ser masculina), que además de orientar, acompañar y aconsejar, es también fuente de consuelo y sustento de todas las maneras humanamente posibles.
En la oración, Dios nos guía hacia ellos tocando además su corazón para recibirnos en el momento justo. Él nos muestra en quienes confiar, a quienes dedicar nuestro tiempo y con quienes compartir lo que nos aflige, con transparencia y confianza total. Guiados celestialmente por su luz natural, se llega a ellos como un náufrago a la orilla, como las aguas de los ríos al mar, o como pájaros cansados a las gruesas ramas del árbol más frondoso, fuerte y seguro. Ante ellos, se restauran las fuerzas, se fortalece la voluntad, se edifica la resiliencia y se repara el alma resquebrajada.
Dios bendiga y multiplique la generosidad de quienes tienden la mano al prójimo. Que en sus vidas la prosperidad fluya abundantemente siendo fuente de bienestar para ellos y sus seres queridos. Que cada acto de bondad crezca provocando como en la película: “Una cadena de favores” creando robustas y amorosas redes de afecto que sostienen y apoyan. Que nadie se sienta solo o sola en su trasegar por los caminos de la vida y que cada ser humano en la tierra halle en cada momento, muchas manos tendidas.
María Isabel Cabarcas Aguilar