LA EXTINCIÓN DE LOS MAMERTOS

El término “mamerto” ha venido perdiendo en Colombia su sentido original. Este calificativo, tan extendido hace medio siglo sobre todo en el ámbito universitario, ha caído en desuso.  Hoy sería una exótica pieza de museo, pero gracias al empeño de algunos voceros de la derecha en nuestro país se ha evitado su extinción. De mamertos ha calificado la senadora María Fernanda Cabal al expresidente Duque, al alcalde de Manizales, a los trapecistas de un circo y hasta Uribe tiene un “corazoncito mamerto”, según ha declarado dicha congresista.  En cierta manera la palabra mamerto se asemeja al olvidado “coco” de nuestra infancia, una especie de fantasma que las viejas niñeras utilizaban para atemorizar a los niños y llevarlos dócilmente a la cama.

Esta evocación delirante me traslada a una mañana de principios de los ochenta en la plazuela de la Universidad de los Andes durante el gobierno de Julio César Turbay. Bajo la mirada siempre ausente de San Alberto Magno se arremolinaba un grupo de jóvenes alrededor de una gallina que tenía los ojos vendados. Era un juicio a la pacífica ave que estaba acusada de negarse a poner huevos. El acto era tan inédito como humorístico y al grupo se sumaban cada vez más personas atraídas por la curiosidad. De repente, alguien con máscara de verdugo tomó un hacha y decapitó a la gallina. El público quedó paralizado y luego sobrevino la indignación general que encabezaron los estudiantes de Biología.  ¡Compañeros! -respondió el ejecutor, un miembro de las Juventudes Comunistas, a pocos kilómetros de aquí en las caballerizas de Usaquén se tortura y desaparece a decenas de seres humanos y ustedes cómodos burgueses se preocupan por la suerte de una simple gallina. La torpe respuesta indignó aún más a los biólogos y la situación pareció degenerar en una batalla campal. “Son vainas de los mamertos”, dijo alguien entre la multitud.

En ese entonces era claro a quienes se les llamaba “mamertos” y esta distinción se basaba en parte en su identidad ideológica, en parte en su indumentaria y en parte en su actitud hacia el mundo. Un mamerto militaba en la línea ortodoxa del Partido Comunista, leía la revista Sputnik, vendía Voz Proletaria y admiraba a Gilberto Vieira. Un mamerto escuchaba salsa y a la nueva trova cubana, también usaba buzos de lana, bufandas y, ocasionalmente, se vestía con ruana para manifestar su identificación con la población campesina. Hoy esa especie viviente casi ha desaparecido de la faz de Colombia y solo podemos encontrar contados especímenes en grupos extremistas de izquierda, en ciertas universidades públicas y en las colecciones de paleontología. Algunos de sus antiguos miembros son hoy ejecutivos de grandes empresas multinacionales. Todavía queda en unos pocos un rescoldo sentimental de ese pasado y ven en Vladimir Putin el restaurador de las glorias de la extinta Unión Soviética.

Como el tiempo pasa sin darnos cuenta, puede sucedernos lo mismo que a Rip Van Winkle, ese personaje de Washington Irving que se duerme y despierta después de veinte años. Hoy en las redes sociales y, en ciertos círculos ideológicos de derecha, un mamerto es un poeta vanguardista, un ambientalista, el editor de un periódico norteamericano, un gitano o todo aquel que profese un ideario liberal. Un mamerto conspirador es para estos fanáticos el magnate George Soros, a quien culpan de los movimientos tectónicos de la tierra, del paso de los cometas y las tormentas solares. El más emblemático de los mamertos puede ser para ellos San Francisco de Asís. Es un predicador de la fraternidad humana, un sospechoso animalista y para confirmar su culpabilidad hay un testimonio del poeta Rubén Darío que lo señala de ser amigo de un lobo.

Weildler Guerra Curvelo

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