NO HAY ALCALDE BUENO

Parece una exageración. Una simplificación sectaria. Pero no. Recorriendo el país de cara a las elecciones territoriales, evaluando las encuestas de satisfacción con los alcaldes en las capitales, dialogando con los habitantes de municipios de todas las categorías fiscales, resulta abrumador el descontento con los gobernantes municipales.

Hay seguro las excepciones. Tan escasas en mi opinión, que son difíciles de ubicar y se tornan en marginales en el análisis de los resultados para el país de cerca de 35 años de elección popular de alcaldes. Además, muchas de las buenas administraciones que pudieron haber llegado a beneficiar a un municipio, no siempre se perpetuaron a través de la creación de una buena cultura administrativa.

Claro que las grandes ciudades del país y algunas de las intermedias han avanzado en la creación de una cierta cultura de gobernanza y procedimientos administrativos suficientes para mantener la estabilidad del funcionamiento del poder municipal. La inercia propia de las administraciones mantiene la operación del poder municipal, generalmente a los trancazos y de crisis en crisis, en medio de un decaimiento generalizado de la infraestructura de servicios públicos, el estancamiento económico, la decadencia de los parques de maquinaria y la entrega casi que sistemática y generalizada de los servicios públicos a concesionarios de todos los pelambres en contratos a largo plazo que, en muchas ocasiones, son leoninos o implican la concesión de rentas a largo plazo con inversiones mínimas por parte de los beneficiarios.

Estas concesiones municipales en acueductos, saneamiento, alumbrado, recaudo, multas, catastro y otros rubros de responsabilidad, promovidas bajo el presupuesto sano de la colaboración público privada en la ejecución de servicios públicos o funciones públicas, se han transformado en un mecanismo de corrupción y perpetuación en el poder, no siempre trayendo un servicio de calidad, y muchas veces representando un pobre negocio financiero en el cual las inversiones realizadas son mínimas y no representativas de las necesidades de los usuarios y el cuidado de la infraestructura entregada resulta casi que ineludiblemente deficiente o inexistente, como en el caso de la famosa y desastrosa Electricaribe.

En efecto, las recurrentes e improvisadas concesiones muchas veces enriquecen al alcalde que las concede, pero además liberan recursos de inversión municipales que dejan de destinarse al reforzamiento de las capacidades de atención e infraestructura y, en su lugar, se transforman en combustible para alimentar las ya hoy universales nóminas paralelas que pueblan todas las alcaldías del país y de los entes adscritos o vinculados a estas y permiten, a lo que ya es usualmente denominado, a la manera de la mafia, clanes políticos, consolidar un oprobioso, ilegal y sectario dominio de estas administraciones.

¿Y porque tan pocos alcaldes reciben el aprecio y admiración de sus gobernados en términos de los resultados de su gestión? Ojo, no confundir esto con el aprecio personal hacia el alcalde o exalcalde que generalmente, y es normal, es una persona destacada o por lo menos reconocida de su comunidad. Muchos alcaldes peculadores, prevaricadores y corruptos mantienen y sostienen el cariño de sus conciudadanos y vecinos mediante la dispensa de pequeños detalles y amabilidades que seducen porque reflejan cuidado y cariño por la persona, método muy repandido en el país para asegurar el control político sin mejorar la gestión o la calidad de vida de los administrados y permitir el enriquecimiento y el control a largo plazo del gamonal que dispensa el cariño o el “cariñito” como se le conoce en las regiones. La llamada en el cumpleaños, los regalos de navidad a los niños, un apoyo en las horas de enfermedad, la condolencia en la pérdida del ser querido, alternadas con asados, tamaladas y conciertos, son a veces un grillo aún más poderoso que la orden de prestación de servicios (OPS), la corbata o el contratico.

Vienen a la mente varias hipótesis que buscan lograr un análisis más ilustrado que el que parece haber abordado el Departamento Nacional de Planeación de manera inconstante y errática o el Ministerio de Hacienda de manera resultadista, en términos de indicadores fiscales y financieros, que hoy, en una nueva faceta del centralismo tradicional colombiano, destruye totalmente la autonomía política y administrativa que era el objetivo original de la elección popular en primer lugar.

La primera y más invocada es la de la corrupción, expresada en dos objetivos consistentes. Hacerse alcalde sigue siendo una ruta para el acrecimiento patrimonial para él y su camarilla. La lista de peculados y condenas es abrumadora y a pesar de ello la impunidad es altísima, si el alcalde cuenta y engrasa las conexiones adecuadas en la cadena alimenticia política. La otra gran expresión de esta corrupción se enfoca a la consolidación del poder político para los “cuatro años más” como dice un corrupto alcalde en ejercicio del centro del país en estas elecciones. Dispensar de manera modulada órdenes de prestación de servicio, subsidios, becas, ayudas por emergencias invernales falsas o verdaderas, anotar a los ancianos en paseos y celebraciones, son cientos de creativas figuras ideadas por el gobernante de turno para asegurar su caudal electoral sin aparentemente violar la ley y tener “apretados” a los ciudadanos con estos pírricos beneficios que en la pobreza municipal, que es regla y denominador en nuestro país, se transforman en valiosas gabelas para el “siervo” político del gamonal.

La segunda causa de la mala imagen de los alcaldes es que son malos, al margen de la maldad implícita de la corrupción. ¡Me explico!: son chambones, incompetentes, impreparados, ignorantes, manipulados e irresponsables. Enfrentados a una tramitología de control creciente, compleja y a la vez vacía para el verdadero corrupto, un verdadero andamiaje de controles inútiles, construidos en el marco de la cultura de la desconfianza que, con fundadas razones, domina al regulador nacional y a las entidades en la rama ejecutiva que someten fiscal y regulatoriamente a los entes territoriales. Los alcaldes, con equipos mediocres de trabajo, que solo reflejan el pago de compromisos políticos, resultan aplastados por sus responsabilidades.

La tercera causa, muy notoria en mi opinión, es el sectarismo político en lo local, adornado siempre de un adanismo manchado de oportunidad para la corrupción, que conduce al nuevo alcalde a despreciar la obra y la iniciativa del anterior en un circo de frustraciones, obras inacabadas y políticas abandonadas que casi que define la administración municipal, desde la más grande de nuestras ciudades hasta la más pequeña.

El garrote fiscalista de Minhacienda ha sido ineficaz para resolver este, el más grave problema de nuestra democracia. La profusión normativa y regulatoria también ha fracasado. El control político de los cabildos se compra por el alcalde voto a voto y desacredita en su totalidad la separación local de los poderes. Las entidades de control disciplinario, fiscal y penal, están cooptadas por los grandes barones departamentales que las usan como herramienta de ordeño indirecto de los presupuestos municipales y son vergonzosamente inoperantes. La prensa y las veedurías, con muchas valerosas excepciones, se convierten en cómplices silenciados a punta de pauta y contratos, inútiles para el control de la incompetencia y la corrupción.

En este gris y triste panorama, solo la recomposición de los partidos políticos como entes seleccionadores, formadores y promotores de talento lograrán transformar el vergonzoso estado de la nación municipal. Cada partido, desde su lugar del espectro ideológico, deberá idear y construir las estructuras y procedimientos que permitan lograr este trascendental objetivo en la salvación de la democracia colombiana y crear una cultura sana de la política de la emulación, donde se compita en lo local con los mejores talentos y la excelencia y transparencia administrativa.

Enrique Gómez Martínez 

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