PODER, SIEMPRE EN CONFLICTO

Desde cuando hubo una reunión de personas dispuestas a acatar ciertas normas de convivencia, la fuerza, la sabiduría o la astucia hacen que repose el poder en cabeza de uno de los miembros de esa comunidad.

Crecen los miembros de la familia y sus asociados y por supuesto crecen con ellos los conflictos. La rebeldía natural, la negación al sometimiento a órdenes que afectan a alguien en particular, así sean en beneficio del grupo, la confrontación para sustituir al regente, en fin, la disputa por el poder, forman parte de nuestra historia. Esas controversias se han desarrollado en varios escenarios y con efectos sociales múltiples.

El conflicto es, sin duda, parte de la vida social. Se muestra de muchas maneras, bien por ser interno, bien por tener que enfrentar ambiciones de vecinos que quieren hacerse con la mucha o poca comodidad que acumula el grupo.

Las reglas de dirección y detentación del poder siempre están sujetas a controversia, porque se afecte la sucesión al trono, porque la selección del mandatario por vía democrática se ponga en duda, o porque las élites gobernantes no logren plasmar sus acuerdos en unos elegidos idóneos.

En el desarrollo de esas luchas, aparece uno de los fenómenos interesantes que actúan en medio de las definiciones de poder: el de los movimientos sociales. Parece que quien acuñó el término fue el sociólogo alemán Lorenz Von Stein en 1850, nos enseña Charles Tilly, gran promotor de las recopilaciones y análisis sobre su evolución.

Puede uno decir que han actuado en paralelo con los gobiernos toda la vida, pues dentro de esta concepción cabría la rebelión de los esclavos encabezada por Espartaco durante el siglo último de la era precristiana.

Son manifestaciones de grupos no necesariamente homogéneos, pero sí coincidentes en el reclamo o controversia de disposiciones, situaciones o actuaciones de gobierno que afectan los derechos de un grupo de ciudadanos. Muchas de los cambios en los sistemas políticos se han debido al actuar de estos movimientos sociales. El voto de la mujer, el derecho a huelga, incluso, para asombro de muchos, dentro de estados autocráticos como China, estas expresiones populares han logrado cambiar el asentamiento de industrias consideradas nocivas para ciertos pobladores.

Con el advenimiento de las nuevas tecnologías como el internet y la telefonía celular, la capacidad de lograr agrupar gentes de múltiples nacionalidades alrededor de unos propósitos que controviertan decisiones gubernamentales ha aumentado casi con el único límite de la cantidad de habitantes del planeta. Todos sabemos del calentamiento global, de la necesidad de controlar las emisiones de carbono, pero al mismo tiempo, extrañamos las expresiones de protesta por el hambre asfixiante en ciertas zonas de la tierra, o por la ausencia de electricidad para billón y medio de los ocho que compartimos este globo.

Se ha abusado del concepto del término “movimiento social” al mismo tiempo que se lo menosprecia, pues su verdadero objetivo es lograr que circunstancias adversas para grupos sociales puedan ser cambiadas, adecuadas, morigeradas o derogadas.

Su duración puede ser prolongada. Ejemplo de ésta última es el apartheid en Suráfrica, cuyo movimiento social se contó en décadas de cárcel antes de lograr su objetivo. O puede ser efímera, cuando la reacción del gobierno adecúa con prontitud los cambios exigidos por la gente, como lo vimos recientemente en Colombia con el precio del diésel.

Pero lo que no podemos es desconocer su vigencia, al mismo tiempo que debemos reconocer su importancia. Su acción retadora que desafía el statu quo, fastidia a algunas estructuras rígidas de poder y se convierte en piedra en el zapato burocrático. Es, sin embargo, una realidad. Una necesidad, incluso, puesto que la manida forma de conformarse con lo usual debe estar sujeta a permanente cuestionamiento.

Es cierto que en ocasiones el ímpetu con el que se expresa el descontento social desborda la mesura con los bienes públicos y las personas y genera fuertes enfrentamientos con la fuerza pública. Lo vimos con los chalecos amarillos en Francia. Nadie hace apología de las actitudes extremas. Pero nadie puede tampoco desconocer su existencia. En todos los lugares del mundo. Es una forma de expresar descontento y seguirá estando vigente por mucho tiempo, máxime ahora cuando vemos los fracasos de los sistemas de gobierno para satisfacer las demandas de bienestar de sus asociados.

Algunos consideran que la causa del creciente efecto de los movimientos sociales es la distancia parsimoniosa entre el ciudadano y quienes lo gobiernan. Y que lo que se está reclamando es más democracia directa. Mayor soberanía popular. Ya veremos.

Nelson R. Amaya

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