¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por el poder?
¿Realmente vale la pena romper los lazos que nos unen como sociedad solo por ganar una elección?
¿Qué sentido tiene destruir al que piensa diferente en nombre de una victoria política?
Parece que hemos olvidado que la política, en su esencia más pura, es un acto de amor, de servicio y de construcción colectiva. No se trata de aplastar al adversario ni de humillarlo. No se trata de inventar enemigos para justificar nuestros propios fracasos. La política es paz, es diálogo, es unión.
Y sin embargo, cada vez vemos cómo se siembra el odio como herramienta para conquistar el poder. El insulto reemplaza al argumento, la descalificación suplanta el debate, la mentira ocupa el lugar de la verdad. ¿Qué estamos construyendo? ¿Hacia dónde vamos como sociedad?
La historia es un espejo en el que podemos mirarnos. Los ejemplos de líderes que eligieron gobernar con odio no son lejanos ni desconocidos.
Adolf Hitler llegó al poder en una Alemania humillada, sembrando resentimiento y división. Su gobierno basado en el odio racial llevó a la destrucción total: millones de muertos, ciudades arrasadas, un país devastado moral y físicamente.
En Ruanda, la siembra sistemática de odio étnico culminó en uno de los genocidios más atroces del siglo XX: casi un millón de personas asesinadas en apenas cien días.
Venezuela, en tiempos recientes, nos enseña cómo una política de confrontación permanente puede destruir la democracia, romper la economía y desgarrar a todo un pueblo.
¿De verdad creemos que gobernar a partir del rencor traerá algún día justicia, prosperidad o unidad?
¿Puede florecer algo sano de un liderazgo alimentado por la rabia y la venganza?
Si se actúa con odio antes de llegar al poder, ¿qué se puede esperar cuando se tenga el poder absoluto? ¿Qué pueden construir quienes no conocen el respeto, la empatía ni la compasión?
El poder no transforma milagrosamente a quienes lo alcanzan: el poder revela lo que ya habita en sus corazones.
No se puede gobernar con odio. No se puede construir sobre ruinas. No se puede pedir unidad sembrando terror entre hermanos. Gobernar implica elevarse por encima de las pasiones más bajas, buscar puentes, no trincheras; buscar acuerdos, no imposiciones.
La política exige ética, principios, valores. Más allá de ganar o perder, importa cómo se gana, porque se lucha y para quién se gobierna. El adversario político no es un enemigo: es un compatriota que piensa diferente y que tiene tanto derecho como nosotros a soñar con un futuro mejor.
Hoy, más que nunca, necesitamos líderes que entiendan que la política es un acto de amor, de responsabilidad, de humildad. Que comprendan que el verdadero poder no radica en la capacidad de destruir al otro, sino en la capacidad de inspirar, unir y sanar.
Preguntémonos, sinceramente:
¿Queremos un país gobernado por el odio o por la esperanza? ¿Queremos construir un futuro basado en el resentimiento o en el respeto mutuo?
Cada uno de nosotros tiene la respuesta.
Y el camino correcto no empieza con la furia, sino con el amor.
Porque no se puede gobernar con odio. Y quien lo intente, tarde o temprano, terminará enfrentándose a su propio abismo.
Fabio Torres “El Rector”