«Como presidente de Colombia le ordeno a la Casa Militar traer la espada de Bolívar. Una orden del mandato popular y de este mandatario ante el pueblo, ante el Congreso y ante el Estado», fueron las primeras palabras que el entonces recién posesionado presidente Petro, pronunció ante una nutrida tribuna que no solo presenció, sino que escuchó la desafiante orden. Aquel «primer mandato presidencial» fue lanzado por el otrora flamante Presidente, instante después de tomar juramento a Francia Márquez, actual Vicepresidenta. La orden se cumplió, ante la mirada absorta e impávida, de los que tuvimos la oportunidad de presenciar la histórica posesión.
El acto de gobierno del Siete de Agosto, me pareció intrépido, libertario, interesante, contestatario; bajo esas condiciones, mi formación jurídica constitucional me encaminó a sentir comunión, razón por la cual recibí con beneplácito tal acto. No obstante, no sabía que ese acto, más allá de un acto refrendatorio de talante democrático, era un áspero acto de arrogancia personal producto del delirio presidencial del que aún no me había concienzado. Aquel no fue solo un remezón contra la institucionalidad, sino que fue la simiente de posteriores actos antidemocráticos, inconstitucionales, ilegales y alejados del cumplimiento de los deberes superiores que le cedimos, el día que lo ayudamos a elegir.
Algo cegados por la emoción de nuestro éxito en las urnas, el discurso del presidente, lo tomamos como el inicio de un nuevo día. Un nuevo amanecer decían otros. Creímos, que con la elección de Petro, iniciaba en nuestro país, una era de transparencia, el verdadero capítulo de lucha contra la corrupción, pero, ante todo, creímos que hacíamos parte de un gobierno de talante democrático.
Aquel inaugural discurso reivindicador de derechos colectivos, lo veíamos como un referente de todas aquellas estrategias y políticas públicas necesarias para llevar a buen puerto a nuestro país, estrategias y políticas que después de tres años de mandato, siguen en mora. Realmente creímos que estas y aquellas se tomarían de forma conjunta, consensuada o negociada con todos los actores que componen nuestro ecosistema político, social y económico, fue esa la lógica que se vendió a todos por igual. Nada más falso, fuimos engañados. Al frente del «barco» que, inocentemente, le entregamos, no estaba un capitán, estaba un «dictadorcito».
No pasarían muchos días para que el «Rey Sol» criollo, mostrara sin ningún tipo de proporción y mesura, que iba a gobernar desde el teléfono, que su jornada laboral la iniciaba bien temprano en la madrugada, parapetado en su plataforma digital, desde donde caza las peleas, despotrica, deslegitima, miente, insulta, sueña, desvaría, alucina, vuelve harapos la Constitución Política, coloca por el suelo instituciones y funcionarios, que sin perjuicio a las diferencias y conceptos personales que pudieran surgir o tenerse, merecen respeto, v.gr., la rama judicial y sus agentes, la rama legislativa y sus agentes.
Son 910 días viviendo en la misma dinámica beligerante que el gobierno Petro ha tomado como su marca. Casi termina su aciago periodo presidencial y vemos sin asombro cómo sin miramientos y sin escrúpulos, desde la plaza pública, o desde la tribuna digital, el «mandatario» hace llamados al caos, a la desobediencia, al incendio social, solo para fortalecer su pública y evidente intención totalitaria y dictatorial, su fin megalómano de creerse el dueño de los que votaron por él, como el patriarca, el solitario y desdichado dictador, el personaje de García Márquez. Tales llamados no tienen otro objetivo que fortalecer su intolerancia a la contradicción, su desapego al dialogo, su pasión hacia el soliloquio, su tendencia al autoritarismo.
Su irrespeto a la legalidad, ha dejado ver que la intención del «dictadorcito» es que esa categoría ciudadana que él denomina «pueblo» sea la que encienda su propia casa, mientras él, viéndola arder, solícito gritará, usando sus arengas mesiánicas, desde cualquier balcón, que él es el único que puede apagar el incendio, que es su propio fuego, el fuego de su ego, el fuego de su errante y vacía demagogia.
Contar de forma detallada los infundios cometidos por el presidente contra la constitución y la ley, nos llevaría mucho espacio, el cual no tenemos; no obstante, vemos como el pasado mes de mayo, ya más curtido en órdenes y arbitrariedades, el señor presidente, lleva, nuevamente, hasta la Plaza, la cripta donde se conserva la espada de Bolivar, para blandirla sin ningún tipo de responsabilidad contra amplios sectores de la sociedad colombiana, que no siguen sus elucubraciones trasnochadas, sus delirantes discursos macondianos, donde únicamente sobrevive su ego de patriarca, porque el «talante democrático» del que se ufanaba, se lo ha llevado la corriente de rabia y división social, que mana de sus pensamientos, traducidos a palabras y estas a discursos, cuyo único objetivo es sembrar la inquina, la rancia y estéril división de clases, que solo sirve para engendrar odio entre los propios colombianos, mantener la exasperación entre la población, profundizar la desigualdad, la alienación, la separación de nuestra sociedad, cuando lo que necesitamos es trabajo en equipo, porque esta es la única forma de avanzar hacia la superación de la desigualdad y la pobreza.
Ese en realidad es un discurso perverso. Pérfido también. Es un discurso que solo le sirve al presidente, y a su círculo más cercano, hambriento de poder y de exposición mediática; no le sirve a nadie más, ni a sus seguidores en los territorios. No les sirve a esas gruesas capas de población de zonas como el Catatumbo, Valle del Cauca y Cauca, que hoy sufren la violencia, la inseguridad y el terrorismo. No le sirve al trabajador informal, ni tampoco al trabajador formal. Solo le sirve al «Rey Sol Criollo», al autoritario que se pasea por el mundo, vendiendo su discurso incongruo con la realidad que vive su país, ya no el país de la belleza, sino el país del caos.
El país que absorto se notifica que los grupos al margen de la ley se han multiplicado en tamaño, en fuerza y sevicia. Que las finanzas públicas están al borde del colapso ayudadas por un desmedido crecimiento del gasto y de la burocracia vegetativa. El país que ve como se adoptan decisiones fiscales contrarias a la demagogia que predica su romántico e inestable director, prueba de ello es licenciar el patrón regulador de la «Regla Fiscal» que durante varias décadas fue el dique de contención del afán de los gobiernos por gastar lo que no tienen.
El país de las promesas fabuladas, como el «tubo» que iba a atravesar toda la Guajira para llevar agua hasta el rincón más profundo de Uribia. El país de transiciones fallidas, como la energética. El país de estrategias fracasadas como la de la paz total. El país de la inconsciencia. El país de la improvisación. El país de las propuestas y proyectos faraónicas sin ningún tipo de sostén económico. El país de la torpeza legal, como el de convocar la Consulta Popular por decreto. El país del presidente y ministros prevaricadores. El país donde el primer ciudadano se vende como un demócrata, cuando en realidad lo que es un déspota en ciernes, un déspota de izquierda, el estandarte de un fascismo de izquierda, al cual cataloga como progresismo, donde todo lo que no comulgue con su peregrina ideología debe ser arrasado de la faz de la tierra. El país, cuya senda democrática debemos retomar.
Luis Manuel Mercado Freyle