PEDALEAR SOBRE LA DESESPERANZA

Hay días en los que uno se siente fuerte, convencido, en paz con lo que está haciendo desde lo profesional, con la certeza de que lo que hace tiene sentido y propósito. Hay otros en los que cuesta, cuesta levantarse, cuesta seguir, cuesta creer, especialmente cuando uno trabaja desde un territorio como La Guajira, donde la esperanza no es una emoción pasajera, sino una decisión diaria.

Volví en 2015, me trajo Dios, pero también un propósito que tenía desde muy niño, algo muy profundo que me decía que mi lugar estaba aquí, que yo no había sido formado para irme, para huir, sino para volver a casa y poner el pecho a la brisa y dar la pelea, aunque fuera difícil.

Después de 25 años de una educación privilegiada en Bogotá y soportada de valores sólidos y con el ejemplo de vida de mi abuelo Rafael Baquero Herrera marcando el rumbo, llegué a La Guajira de la mano de la Fundación Cerrejón, en lo que para mí representaba un trabajo soñado.

Muy rápido entendí que esta tierra exigía mucho más que buenas intenciones y sueños, que no bastaba con querer ayudar: hacía falta compromiso real, entrega profunda, la disposición de involucrarse hasta el final y sobre todo de enfrentar una realidad compleja sin romantizarla, pero tampoco sin rendirse. Lo que no sabía entonces era que esa decisión me iba a llevar por una década de aprendizajes profundos, de confrontaciones internas, de silencios largos, de momentos de frustración y de otros donde la luz aparece de manera intermitente.

Aquí aprendí a celebrar lo pequeño, a valorar cuando una reunión termina con acuerdos reales, cuando un proyecto logra concretarse, cuando una alianza logra sobrevivir a los egos y se convierte en un impulso al futuro.

Pero también aprendí a convivir con la frustración, con las promesas que no se cumplen, con los procesos que se estancan sin razón, con la baja disposición para cooperar y trabajar en equipo, con ese cansancio que se cuela por todas partes y termina desmovilizando hasta a los más comprometidos.

Y es que aquí el escepticismo no es gratuito, es el resultado de décadas de abandono, de corrupción normalizada, de intervenciones mal planeadas y ejecutadas, y por eso duele tanto cuando uno intenta trabajar con honestidad y aun así encuentra puertas cerradas, desconfianza y silencio.

Duele saber que lo que estás haciendo tiene sentido y aun así no logra mover lo suficiente, duele sentir que todo lo que haces puede venirse abajo con una sola decisión equivocada o con un cambio de gobierno.

Esta semana, en medio de uno de esos días grises, una amiga y compañera de trabajo en la Fundación Cerrejón me dijo algo que se me quedó dando vueltas en la cabeza: hay que pedalear sobre la desesperanza.

Y es eso lo que creo que me ha sostenido, porque pedalear no es avanzar con fuerza todo el tiempo, a veces es simplemente no caerse, mantenerse en movimiento, aunque sea despacio, aunque cueste, aunque duela. Es confiar en que moverse, así sea lento, es mejor que rendirse, es saber que en medio de los caminos difíciles uno sigue, porque hay algo que nos empuja más allá del cansancio.

He tenido el privilegio de pasar por espacios que me han marcado profundamente, la Fundación, la ANDI, desde donde he defendido con orgullo la capacidad productiva y el rol positivo del sector privado para este departamento, y Guajira 360°, un sueño colectivo que me conectó, aun en pandemia, con personas valientes, comprometidas con cambiar la narrativa y construir una historia distinta.

Nada de esto ha sido fácil, pero tampoco ha sido en vano, La Guajira me ha transformado, me ha enseñado que trabajar por el territorio no es una carrera de velocidad ni de resultados inmediatos, es una siembra larga, muchas veces silenciosa.

Me ha enseñado a escuchar más que a hablar, a valorar la coherencia por encima del protagonismo, a entender que el cambio verdadero es el que se construye con paciencia, con convicción, sin buscar aplausos y likes en redes sociales.

Escribo esto no como alguien que da lecciones, sino como alguien que ha dudado, que ha tenido miedo, que se ha sentido solo, que ha querido parar y aún así ha seguido.

Porque creo, porque tengo una hija que espero que crezca aquí y quiero que lo haga con orgullo, quiero que vea como sus papás se quedaron a luchar, que eligieron renunciar a la comodidad y resistir desde lo constructivo y no desde la queja y la crítica.

Pedalear sobre la desesperanza es eso: seguir, aunque no se vea la meta, aunque el camino este nublado, aunque el viento sople en contra, porque si no lo hacemos nosotros, entonces ¿quién?

 

Luis Guillermo Baquero

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