Por alguna razón que no comprendemos del todo, el Presidente Petro ha comenzado a seguir a su modo la línea autoritaria que le señala su “odiado” homólogo desde los Estados Unidos. Sin saber si el Presidente se da cuenta de los peligros de aplicar una conducta autoritaria en Colombia, las señales que recibimos cada día nos dejan pensar que se encuentra cómodo y decidido para seguir esa ruta, siempre con el propósito de conseguir “como sea” lo que se propuso desde su campaña con “el Gobierno del Cambio”, además de lo que ha venido descubriendo desde que comenzó su gobierno y que él mismo encuentra muy atractivo, como eso de concentrar en el Ejecutivo todo el Poder y pasarse por encima el Congreso y las Altas Cortes. Esa práctica le coloca fuera de la Constitución y la Ley, eso lo sabe, y sabe también que le puede llevar muy cerca del precipicio legal, pero ya sabemos que el Presidente no tiene oídos para eso. Pareciera, como ya hemos dicho en otra oportunidad, que el Presidente ignora qué país le corresponde gobernar, y prefiere más bien ocuparse de satisfacer su capricho de poder y su vanidad personal, así sea en medio de una esquizofrenia autoritaria. Hagamos algo de contexto, sólo para analizar el caso.
Allá en el Norte, el Presidente Trump resolvió desde su campaña hacer todo lo necesario para concentrar todos los poderes en el Ejecutivo, ignorando en lo que pueda al Congreso y las Altas Cortes, todo para poder manejar el país a su antojo a punta de órdenes presidenciales, con las que puede dar rienda suelta a su propósito de imponer su voluntad. Esto, sin perder de vista su “proyecto de venganza”, maquinado y madurado desde que perdió las elecciones y se vio obligado a dejar la Casa Blanca en enero de 2021, teniendo que enfrentar luego múltiples acusaciones y procesos legales en su contra. Tal conjunto de situaciones espinosas para él nos deja entender por qué razón ha llegado en su segundo mandato a desmontar todo lo que puede traerle recuerdos de “sus enemigos Demócratas”, presentando los hechos de esos gobiernos como un desastre para el país. Y precisamente a causa de ese rencor acumulado, se entiende que haya actuado diligentemente contra todos aquellos demócratas vinculados al gobierno y les haya retirado de todo cargo importante en el sistema judicial y en el nivel Federal. Hoy el Partido Demócrata está confinado al sótano, con las manos atadas, una mordaza en su boca y sin liderazgo a la vista.
Y aquí, en el patio de al lado, está el Dictador Maduro haciendo lo propio. Allí tampoco se quiere acudir al Congreso y las Cortes para ambientar, concertar, o balancear medidas de gobierno, porque ya el Presidente pareciera tener todo bajo control. Y en cuanto a la oposición, se la persigue sin descanso para acallar su voz y restar su fuerza, porque se piensa que es mucho mejor gobernar sin barreras que se atraviesen en el camino. La persecución contra la oposición, haciendo uso y abuso de las armas y la fuerza pública, y con dominio absoluta de la institucionalidad jurídica, da prueba que el Presidente gobierna sin contrapeso de ninguna clase y que ello configura, se acepte o no, una autocracia real. No vale que se alegue que es un gobierno democrático porque en realidad se trata de una Dictadura seudo constitucional establecida mediante fraude flagrante.
El primer paso hacia el autoritarismo extremo –y de allí a la autocracia- es desconocer la división de poderes. Todo intento de concentrar los poderes del Estado en una sola rama nos regresa a la antipática condición del abuso del poder, y eso es justamente lo que hemos comenzado a sentir en esta última etapa del Gobierno del Pacto Histórico, en tanto todos, desde el Presidente para abajo, están contagiados de la absurda idea de que se puede gobernar sin el Congreso – y acaso sin las Cortes -. Esa situación coloca al Presidente como promotor y primer responsable de una colisión de poderes que puede llevar el país a una crisis sin precedentes.
La división de poderes es una forma sana y saludable de gobierno que separa las funciones del Estado en tres ramas autónomas e independientes que, siendo complementarias entre sí, se controlan en su accionar y se ensamblan en una especie de equilibrio de fuerzas. En mejores palabras, son tres ramas distintas que se distribuyen el poder sin que ninguna ostente privilegio parcial o absoluto sobre las demás. Así está consagrado en la Constitución colombiana, por tal razón nos sorprende que personas ubicadas en altísimas posiciones del Estado, como lo son el Presidente y su equipo de gobierno, se atrevan a salir a los medios a afirmar que “van a gobernar sin el congreso”, sabiendo que en ello se funda la estructura del Estado. ¿Será ignorancia? ¿Será demencia colectiva en las esferas de gobierno? Si bien, fueron John Locke (1690)[i] y Montesquieu (1748)[ii] los primeros que lograron introducir el concepto, la separación de poderes es una herencia política que viene de la antigua democracia ateniense y de la antigua República Romana desde el siglo IV A.C, lo cual resalta su valor como instrumento perfectamente probado durante milenios para el adecuado funcionamiento del gobierno de los pueblos. Hacemos mención del asunto porque la separación de poderes fue concebida, precisamente, para evitar la condensación de poder en una sola rama o persona y la instauración de gobiernos autoritarios; prevenir los abusos de autoridad y la violación de derechos; dar garantías de una democracia limpia, justa e imparcial; evitar la manipulación de voluntades y la “populización” del poder; asegurar la libertad de los ciudadanos y la igualdad de todos ante la Ley.
Estas claridades ayudan a entender de qué tamaño es el error político que comete el Gobierno al insistir en el desconocimiento de la Constitución para avanzar en la aventura populista de desconocer el Congreso en la tarea de gobernar. ¿O será más bien la demostración flagrante de la incapacidad de formular iniciativas coherentes y de su incompetencia para acercarse al Congreso a conseguir consensos y unir voluntades en medio del franco ejercicio de una política limpia y transparente? No, el Presidente ha preferido dividir y polarizar el país para tener en sus manos argumentos para poder salir a decir que “tiene que gobernar contra sus enemigos de la oposición” y con ello “levantar el pueblo” contra lo que considera “la oligarquía opositora”. Pareciera que no recuerda el Presidente el tiempo que pasó en el Congreso siendo Senador, porque si lo hiciera, ya se habría percatado que la mayoría de los elegidos en el Congreso son personas de clase media, no tan alta, no tan oligarca, que lo único que tienen, para su disgusto, es que les funciona bien la cabeza y no tragan enteras las iniciativas que ha venido presentando el “Gobierno del Cambio”.
Así es que resulta amañado e irresponsable “convocar al pueblo a gobernar con el gobierno”, como si eso estuviera bien, lo cual deja en evidencia el intento de negligir la Constitución y arrastrar a la población en una azarosa aventura cuyo final no puede preverse. E ignorar de plano lo más elemental de la Democracia, como son aquellos ciudadanos y ciudadanas que han sido elegidos libre y democráticamente y representan los intereses del pueblo en los cuerpos institucionales de la Rama Legislativa. Tal vez el Presidente se dio cuenta, finalmente, que no puede arrodillar el Congreso ni lo puede someter a la coyunda de sus caprichos de poder, lo cual le habrá dado pie para pensar que se lo puede saltar con sólo acudir a las instancias de participación ciudadana para resolver, con el concurso del “constituyente primario” que ha convocado en el marco de una consulta popular, evidentemente manipulada, el factor de constitucionalidad que le hace falta. Menudo error del Presidente, y en general del colectivo de personas que le asisten, el pensar que sólo con una parte de la población que no pueden medir y de la que no pueden estar seguros, pero que se presta ingenua para salir a las calles y carreteras para bloquear y sembrar caos, puede reemplazar la potestad legislativa que obra en la persona de los ciudadanos que han sido elegidos democráticamente como el segundo poder del Estado y tienen la función de velar por los intereses del pueblo, esto es de la Nación entera, sin ninguna condición y reparo. Como mínimo, se arriesga a que la Corte Constitucional, es decir el adelantado Constitucional del tercer poder en este tema, le anule las decisiones que tome en medio de este remolino de emociones que ni ellos mismos han dimensionado con juicio. ¿En qué situación dramática quedaría el país entonces?
Pero sabemos que no hay oídos para eso. En cambio, se está “alistando la carne para ponerla en el nuevo asador”, si me permiten la metáfora, porque ya se dijo a cuatro vientos que “va para la Consulta lo que se enredó con las fallidas reformas”, lo cual quiere decir que nos vamos de feria: todos los enmochilados serán llevados a la Consulta, a ver cuáles de ellos pasan y puedan implementarse con la potestad que le queda abierta al Presidente, es decir, sin tener que ir al Congreso. ¡Claro, es que se trata de la voluntad popular!, dirán ellos y sonreirán.
Muy cuestionable pérdida de tiempo y de recursos fiscales porque bastaba con sacar adelante varias iniciativas de leyes reglamentarias que se sabe ya estaban radicadas en Congreso y versaban sobre asuntos claves en lo laboral y en la salud, sobre las cuales el equipo de gobierno hubiera podido hacer apreciables aportes, ahorrándole al país tiempo precioso y recursos escasos, al extremo que quizás la famosa reforma ni siquiera hubiera sido necesaria. Pero, ¡qué pena!, no se hizo así porque el Presidente quería que se abriera todo el espacio para la iniciativa que venía de Palacio. Los dos Presidentes en la legislatura anterior, el de Senado y la Cámara, se prestaron para ese juego. Está por verse si los recursos arrancados a la UNGRD eran para compensar ese “favor”.
Entonces ¿cuál termina siendo la razón de fondo para convocar la Consulta? Los goles, diría por un lado cualquier avezado periodista deportivo, refiriéndose a esos puntos sorpresa que no estaban en las reformas pero que, dada la oportunidad, se podrán colar para satisfacer las pretensiones insaciables del Presidente. ¡A ver si con esos elementos sorpresa el Congreso se atreve a aprobar la Consulta en cuestión! Pero queda aún la razón de verdadero fondo político, cual es la de meter mucho ruido para demostrarle al país –y a la “clase política”, si es que existiera en el país una clasificación de ese orden- que el Presidente tiene demasiado poder popular y que contando con ello puede hacer su voluntad, tanto como para quedarse, si así lo decide, obviamente pisoteando la Constitución, o bien para dejar sembrado lo necesario para ganar con su gente las elecciones del 2026 y dejar establecida una primera réplica de “hegemonía progresista” que no podemos imaginar.
Y es aquí donde viene otro problema que quizás sí, quizás no, tuvieron en cuenta los promotores de este desorden. Los Principios Constitucionales de que Colombia es un Estado (social) de Derecho y una Nación Unitaria y Representativa[iii] se harían trizas cuando se pretende desconocer la separación e independencia de poderes[iv] y se niega el concepto de representatividad democrática que soporta la integración del poder legislativo y legitima la funcionalidad del Congreso. Desconocer el Congreso es casi tan grave como cerrarlo, pero el Presidente, muy convencido de su liderazgo, ha mostrado su intención de someterlo mejor al desprecio, mientras busca la forma de acercarse a las masas populares mediante otros mecanismos de participación directa que prevé la Constitución y que, según él, podrían ofrecerle mejores resultados, aparte de ayudarle a acrecentar su popularidad. Lo que parece es que el Presidente no resiste que el poder real en el país esté en manos del Congreso, es decir, en la representación del pueblo, y no en las suyas. Si ya ha quedado a la vista que no tuvo el talante político para lograr un consenso nacional y fracasó en su tarea de construir soluciones con el Congreso, no contra el Congreso, se entiende por qué razón se lanzó en la búsqueda de otras opciones que le permitieran sentirse menos inútil. Y es que, en realidad, el enfrentamiento con el Congreso puede llevar la presidencia a un nivel de bloqueo muy poco saludable, siendo la mejor solución gobernar en mutua cooperación con la representación del pueblo – que no de la oligarquía, como suele afirmar el Presidente. Por eso se lanzó de plano a la Consulta Popular. Igualmente será por eso que ha venido fortaleciendo “autoridades territoriales” con poblaciones indígenas y minorías étnicas, tal vez con el ánimo de aumentar la gobernabilidad en los territorios, no discutimos eso, aunque luce más como una avanzada con evidente interés de asegurar fidelidades, lo cual coincide mejor con esa orden no oculta de movilización hacia la campaña 2026 que presenció el país el pasado 18 de marzo.
Desde aquí podemos cerrar, entonces, nuestro argumento de tránsito por la inconstitucionalidad, haciendo notar que el Presidente lleva las cosas hacia un terreno que desestabiliza la unidad nacional, en tanto promueve en los territorios nuevos núcleos de poderes paralelos que pueden llegar a insubordinarse frente al esquema descentralizado de gobiernos departamentales y municipales, e incluso frente al gobierno central. ¿Divide y vencerás? El célebre concepto de Julio César, aplicado en el siglo I A.C en tiempos de la República Romana tardía, y posteriormente aplicado por los reyes de Francia y por Napoleón, ¿sirve también hoy? Lo que busca el Presidente con “movilizar el poder popular” para poder salirse del orden institucional y Constitucional ¿no es una clara señal de división que puede llevar el país hacia el desastre? ¿Pensará gobernar en medio del caos resultante? Porque pareciera que el Presidente quiere enfrentar “su parte del pueblo”, es decir, la parte del pueblo que cree que está con él, contra la institución del Legislativo y el resto del país, lo cual es una evidente locura. A eso se le puede llamar una revuelta promovida por el Presidente. A eso se le puede llamar una rebelión. A eso se le puede llamar una “invitación a una guerra civil”.
En tales términos figurado el riesgo de salirse de los lineamientos Constitucionales y someter al país a un autoritarismo demencial.
Al tiempo que no puede manipular ni armado la acción continua y sostenida sobre asuntos que están en el terreno de lo político, digamos del interés común, permite acumular resultados que representan para las sociedades mejoramientos continuos en sus condiciones de bienestar y el ejercicio efectivo de sus derechos. De eso se trata la política, de intervenir e influir en los asuntos que tienen que ver con la vida de las personas y las sociedades de las que hacen parte, por consiguiente, se convierte en una tarea obligatoria que toda sociedad debe asumir con disciplina y fortaleza, con la plausible intención de asegurar mejores perspectivas para todos aquellos en las generaciones presentes y en las que han de venir. Todo lo que discutiremos aquí se centra en la óptica del ejercicio colectivo de la tarea política, porque será ésta la mejor garantía que tendrán las sociedades modernas de corregir tendencias nocivas para sus propios intereses y asegurar nuevas perspectivas promisorias de futuro.
No estamos diciendo que apenas desde ahora se haría política, porque la política se ha hecho desde siempre, desde el principio de la humanidad, sólo que ahora postulamos que sean las sociedades complejas, como colectivos organizados que se movilizan en procura de ideales y paradigmas comunes, quienes asumen el control de sus propios asuntos mediante adecuadas estructuras de organización y representación que garantizan el efectivo transcurso de las acciones que son motivo de interés para todos. Veremos entonces cómo es posible que las sociedades establezcan, fortalezcan, ajusten, modifiquen y pongan en marcha mecanismos de concertación y toma de decisiones que permitan escalar iniciativas y acciones que redundan en beneficio de los propios colectivos organizados y comprometidos en lo político. El paso firme hacia la acción colectiva como camino cierto hacia la política se justifica en varios sentidos que tomamos de pasajes de la mitología y de la historia y que se verán desarrollados en nuestro debate hacia adelante.
[i] John Locke. “Tratado sobre el gobierno civil.” (1690)
[ii] Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu. « El Espíritu de las Leyes » (1748)
[iii] Constitución Política de la República de Colombia 1991. (Art. 1º)
[iv] Constitución Política de la República de Colombia 1991. (Art. 113º)