En Riohacha, la convivencia escolar suele resumirse en que los niños “no se agarren a puño” en el recreo. En Europa, en cambio, la convivencia es un asunto serio, con proyectos de aula, dinámicas de grupo, debates y hasta manuales coloridos que enseñan a respetar los gustos de cada quien. Aquí se celebra la autonomía: que si a un niño le gusta bailar, que baile; que si otro quiere leer en un rincón, que lea; que si alguien quiere pintar dragones verdes a la hora de matemáticas, pues que pinte.
Y sí, lo confieso: hay cosas en eso que admiro y comparto. Después de todo, ¿Quién quiere una escuela que aplaste la voz de los niños? Pero hay un detalle: esa convivencia europea, tan abierta y tan moderna, suele funcionar mientras todos comparten la misma rutina, el mismo idioma, los mismos códigos invisibles.
Ahí entro yo, maestra venida de Riohacha, con mi alegría ruidosa, mi fuerza caribe, mis manos que no callan cuando hablo, mi cabello y mi color. Y de repente, el aula de la autonomía se tambalea. Porque no soy como las formas que ya conocen, ni como los gestos que repiten en sus rutinas milimétricas de todos los días, a la misma hora, de la misma manera.
Entonces los niños no se frustran por una multiplicación difícil, sino porque no entienden mi español, porque mis maneras son distintas, porque mi vitalidad les resulta extraña. De pronto, la convivencia tan celebrada muestra sus límites: se respeta lo que es igual, pero se tropieza con lo que es diferente.
En Riohacha, la convivencia era un parche frente a la precariedad. En Europa, es un lujo pedagógico. Pero en ambos casos, la escuela todavía le debe una respuesta a la verdadera pregunta: ¿Cómo convivir con lo que no encaja, con lo que rompe la rutina, con lo que no se parece a mí?
La convivencia real no se mide en sonrisas para la foto del proyecto escolar, sino en la capacidad de aceptar al otro cuando llega con un acento distinto, con una energía que no se ajusta al molde, con un cuerpo, un color o una historia que no caben en la normalidad.
Quizá ahí está la lección: tanto en Riohacha como en Europa, la educación no puede reducirse a que los niños se lleven bien entre sí mientras todo se parezca. El verdadero reto es formar a las nuevas generaciones para convivir con lo diferente, lo incómodo, lo inesperado. Porque solo entonces la convivencia dejará de ser un eslogan bonito y podrá ser, por fin, una fuerza transformadora.
Pero esa transformación no puede sostenerse únicamente en la buena voluntad de llevarse bien. Una educación colectivamente avanzada debe atreverse a enfrentar un desafío mayor: el de transmitir los conocimientos que la humanidad ha acumulado durante siglos. Una educación que no se conforme con la rutina o con lo inmediato, sino que se mida con la altura del desarrollo mundial de las fuerzas productivas, con la ciencia, la técnica y el pensamiento crítico que hoy mueven al planeta.
No basta con enseñar a convivir en lo igual; hay que aprender a leer las leyes del mundo, comprender la evolución de la humanidad, dialogar con las matemáticas, la biología, la historia mundial y nacional. El espectro de la sabiduría; ese patrimonio inmenso de luchas, descubrimientos y errores colectivos es el verdadero objeto de la educación.
Transmitirlo no significa repetirlo mecánicamente, sino renovarlo en cada generación, entregarlo a los niños y jóvenes para que lo discutan, lo amplíen y lo superen. Porque la convivencia auténtica no está reñida con el conocimiento: al contrario, solo cuando las mayorías acceden a las ciencias, a la historia, a la filosofía, pueden reconocerse como parte de una humanidad común y, desde ahí, construir una convivencia realmente universal.
En últimas, educar es esto: enseñar a convivir con el otro, sí, pero también con las grandes preguntas de la historia, con la complejidad del mundo natural y social, con la responsabilidad de estar a la altura de lo humano.
Luisa Deluquez
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