DESTIERRO Y DESCLASAMIENTO FORZADO: HABLAR CON VOZ AJENA SIN DEJAR DE SER QUIENES SOMOS

No pertenezco a la clase media. Soy parte de la clase trabajadora. Y lo soy no solo por mi historia familiar o mis experiencias de vida, sino también por elección ideológica y política.

A través de mi formación y participación en luchas sociales, he decidido cultivar una conciencia de clase que entiende el lugar desde el que hablo como un espacio de resistencia. Lo dijo el maestro Carlos Gaviria Díaz: “Yo estoy aquí no por lo que hago, sino porque creo en lo que hago”. Esa convicción es también la mía: no se trata únicamente de estar, sino de sostener con sentido y ética la posición que ocupamos.

En Colombia, millones de personas comparten esta condición. Sectores enteros han sido históricamente relegados a trabajos mal pagados, invisibilizados y precarios, con un acceso limitado o nulo a educación, salud o vivienda digna. Pero la exclusión no es solo material: se nos niega también el acceso a aquello que cultiva y perfecciona al ser humano, aquello que permite no solo resistir “porque incluso biológicamente estamos diseñados para eso”, sino aportar a los avances colectivos que toda sociedad necesita.

El arte, la ciencia y la educación de calidad deberían ser derechos universales; sin embargo, se convierten en privilegios reservados a unos pocos.

 

La herencia de la resistencia

Esta desigualdad no es fruto del azar. Es la consecuencia planificada de un sistema que concentra la riqueza y el poder político en manos de unos pocos, mientras condena a la mayoría a sobrevivir en la cuerda floja. Como canta Diomedes Díaz en El mundo, “el mundo está bien acomodado: se necesita del pobre y del rico”. Lo que en la canción se presenta como un orden establecido, en la realidad funciona como una sentencia: un pacto no escrito que asegura que las jerarquías se mantengan intactas. Es como una mesa donde el mantel siempre se extiende hacia el lado de los mismos, cubriendo sus platos llenos, mientras quienes estamos en el extremo opuesto apenas alcanzamos las migajas. En este “acomodo” conveniente para algunos, la movilidad social se convierte en excepción y la resignación en costumbre, mientras el poder se hereda y la pobreza se perpetúa.

Quienes nacimos en territorios históricamente marginados, como La Guajira, conocemos de cerca el peso del abandono estatal, de la corrupción y de un modelo económico que viene a extraerlo todo a cambio de nada.

Pero que quede claro: no somos solo víctimas. Somos herederos de una fortaleza que no se compra ni se aprende en las aulas del poder. El campo, la pesca, la artesanía y las formas comunitarias de vida no son vestigios del pasado: son expresiones de una resistencia activa, sostenida a pulso por hombres y mujeres que, como mi madre, han defendido la tierra, el agua y la dignidad durante décadas.

A ellos les debemos no solo el pan, sino la lección más alta de la política de clase, la que nace desde los puntos en común, de las cosas que nos unen, de la resistencia y la lucha constante, de la memoria viva y de la certeza de que ningún poder podrá arrancarnos la raíz.

Hablar con voz ajena

La producción cultural, la educación y los espacios de pensamiento están profundamente condicionados por la pertenencia de clase.

La clase media y alta dispone de tiempo, recursos y redes para crear y participar; la clase trabajadora, en cambio, produce desde el cansancio, la sobrecarga y la urgencia.

La narrativa dominante presenta el ascenso social individual como ejemplo de “superación”, ocultando que, en la mayoría de los casos, quienes se mueven a otros espacios lo hacen empujados por la necesidad, no por la conquista de privilegios.

Hablar con “voz ajena” la que exigen los espacios académicos, institucionales o culturales dominados por códigos de clase media, no significa haber dejado de ser clase trabajadora. Significa adaptarse para ser escuchados en un sistema que no reconoce la legitimidad de nuestras formas de expresión, y que solo valida el discurso cuando se ajusta a sus propias reglas.

Este desclasamiento forzado va más allá de la migración o el desplazamiento geográfico: es un mecanismo de control simbólico que separa a las personas de su lenguaje, de sus referencias, de sus modos de pensar y sentir.

 

Recuperar la voz propia

Es urgente recuperar, reivindicar y legitimar las voces que nacen en los márgenes, no como piezas folclóricas, sino como pensamiento crítico y propuesta política. La conciencia de clase no es nostalgia: es una herramienta para entender y transformar la realidad.

En un mundo que insiste en homogeneizar el discurso y las formas de vida, seguir hablando desde nuestra posición de clase es un acto profundamente político.

No somos excepciones ni historias de éxito individual. Somos la evidencia viva de que este sistema expulsa. Pero también la prueba de que la dignidad y la memoria pueden resistir y abrir otros caminos.

Luisa Deluquez

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