¿DISFRUTAMOS LA GUERRA?

Un macabro chiste alemán durante la segunda guerra mundial decía: “Disfruten la guerra. La paz será terrible”. Tiene mucho más trasfondo del que puede entenderse en una broma. Es un sarcástico resumen de nuestra historia: la violencia como constante en estos siglos de compartir, armar grupos para defenderse de animales, cazarlos y recolectar; luego, cazarlos, pastorearlos y sembrar; y, más tarde e inevitablemente, cazarlos, esclavizarlos y volverlos sembradores, pero esta vez a miembros de otros grupos. El tribalismo encontró más productivo ir por los vecinos y ponerlos a hacer la parte dura de la fiesta. Lo llamaron poder. Y seguimos así.

Las causas de las guerras siguen siendo las mismas: el territorio, siendo el más productivo el más apetecido, y la religión, convertida en fanatismo por siglos tanto por judíos como por musulmanes y cristianos. El comercio, buscando lo que más ingresos genera, no importa si tiene reconocimiento legal o no, se apunta de ambos lados para estimular las perennes e inocultables generadoras de conflictos armados.

Rusia, cual imperio medioeval, anexa a Ucrania, una fábrica de alimentos mundial y una estratégica salida al mar Negro, con todos los juguetes para mantener al mundo alerta de su poderío y determinación jerárquica. Cuando un experto en inteligencia como lo es Putin concibe y ejecuta un plan tal cual ocurrió, acude a su capacidad de observar el miedo a la guerra de todo el mundo y el enorme placer que siente él sobre la nueva silla monárquica que ha decorado. Nunca han sido una democracia, nunca han sabido de verdad lo que significa escoger entre una visión política y otra opuesta, para que guíe su destino como nación, por lo cual no tienen anhelos de libertad política como los venezolanos, por ejemplo, que aspiran superar el narco-gobierno actual en futuro próximo.

China, igual ajena a los principios democráticos, con mil cuatrocientos millones de problemas que resolver con sus propios habitantes, residentes en 9 millones de km2, quiere invadir Taiwán. Por supuesto, no es por su tamaño ni población, ya que es una isla de 35 mil kilómetros cuadrados y apenas 23m de habitantes, sino por estar llena de progreso y con ingreso per cápita envidiable, que les produce ansia codiciosa de apropiarse de su productividad y desarrollo.

La paz terrible de los europeos se ha visto alterada por la inmigración musulmana que acumula ya más de 25 millones, dispuestos a abrirse campo profesional, laboral e incluso académico en esa pequeña y determinante esquina del mundo, pero sin transigir en su credo y las disciplinas y visiones que implica. Así, vemos los sucesos de varios años en Suecia y el norte de Europa inundados por el comercio ilegal de estupefacientes, con bandas – dirigidas por inmigrantes asiáticos – que se matan entre ellos en las narices de su policía y observados por seres pacíficos como los nórdicos de hoy, casi que inmutables, que viven en carne propia lo terrible que era la paz que tenían. Ya no está en su ADN el sangriento disfrute de brindar sobre los cráneos destapados de quienes habían sometido, aun cuando el nombre lo conservan: ¡Skal!

Las manifestaciones gigantescas en muchas de sus grandes ciudades en contra de la represión israelí a Palestina – ¿O en favor del ataque de Hamás? – de estas semanas devuelven al oscurantismo de las guerras santas, fanáticas, auspiciadas por el control sobre la fe que afortunadamente superamos los cristianos, pero que se consolida cada día y episódicamente se traslada del medio oriente al mundo occidental. El “París bien vale una misa” de Enrique IV de Navarra ya no vale ni un maravedí, diría un español. ¿Está Europa ad portas de una nueva guerra religiosa?

En nuestro patio, el conflicto sigue siendo una norma implacable, con todas sus injusticias y avatares. No nos aplica el humor negro de los alemanes, puesto que la nuestra es una guerra intestina, es de un riñón contra el otro, de un colombiano contra el vecino, que no es invasor, que no trae consigo otro idioma y otra cultura. No hemos sido capaces de crear nuestra propia identidad, más allá de aquella que nos rige lejos de Jesús, no de amarnos los unos a los otros, si no de matarnos los unos a los otros. Seguimos sin definir quiénes son los que tienen derecho sobre la tierra o cuáles son los impuestos que se aplican para redistribuir la riqueza, es más, aún no sabemos quiénes son los ricos del país, pues el actual presidente dijo que eran cuatro mil, cifra que luego se diluyó en la reforma tributaria cuando nos impuso a muchos más las cargas para sus programas sociales que aún no arrancan.

Han sido muchas las veces que iniciamos caminos para la paz entre nosotros, luego de que Bolívar declinara ese propósito. Pero las más recientes, referidas a la transición con la guerrilla y otros movimientos armados ilegales, que cumple sesenta años, no han logrado dejarnos en el llano esplendoroso que debe ser una convivencia armónica y solidaria. Aún falta tela que cortar, pasos largos y sólidos para avanzar con transacciones, pero sin claudicaciones. Hoy, es esto lo que genera más desconfianza que esperanza entre muchos colombianos, pues las armas que depondrían los dialogantes se observan fortalecidas con el sino diabólico del narcotráfico, cuya divisa es la que ondea en los territorios que controlan, sin que este gobierno entienda como legítima la fuerza institucional con la que contamos los colombianos.

Nelson R. Amaya

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