LOS PEQUEÑOS TESOROS DE ENA LUZ

¡Este cuarto parece una miscelánea! Exclamaba mi primo Gerardo Toro al entrar en él, mientras mi mamá lanzaba una carcajada. Y es que, no mentía, pues había de todo en todas partes al mismo tiempo, como en la película.

La legendaria cantante Chavela Vargas tituló “las simples cosas” a una de sus más icónicas canciones la cual me encanta. He sido amante de ellas, de las pequeñas y simples cosas, desde que tengo uso de razón. Por mi casa están desperdigadas, cajitas en las que guardo: la boleta de un concierto, la foto de Carlos Vives por un lado y de Chayanne por otro de aquel concierto inolvidable en el Estadio Eduardo Santos en 1992, el corcho de una botella de vino, un porta vasos de La Cueva, la tarjeta de un ramo de flores que alguna vez llegó, la prueba de embarazo que reveló que mi hijo llegaría a mi vida, la carta que me escribió mi prima Maykel Aguilar cuando mi papá falleció en diciembre de 1997, y muchas, muchísimas cosas y cositas que fueron quedando por allí en baúles, gavetas, cajitas y sobres, que cada tanto visito y que terminan irremediablemente convirtiéndose en inspiración, tal como está sucediendo ahora.

¿De quién lo aprendí? no lo sé. Sin embargo, ese misterio se ha ido resolviendo poco a poco al notar como, ante la ausencia física de mi madre, sus pequeños tesoros han quedado revelados para mí, aunque pasaran casi cinco años para que con ellos me reencontrara. Quizás no sentía valentía suficiente para hallar aquello que ella había celosamente guardado. Tal vez necesitada este tiempo para retornar a ella y ahí sí, ser merecedora de la respuesta a aquello que ella en vida con tanto afecto custodió. Las tarjetas y cartas de mi prima María José Aguilar, las tarjetas de navidad de mi primo Nené quien migró a USA hace 30 años, las tarjeticas de los ramos de flores que cada 11 de mayo llegaban a casa para ella, todos los detalles sagrados de cada misa de aniversario y nueve noches a los que cumplidamente acudió. “Voy a dejar de dar tanto pésame, porque cuando me muera no te van a dejar tranquila”, expresaba impávida como si me dijera que llegó un recibo de algún servicio público mientras llorosa le respondía que por favor no habláramos de esos temas pues la sola idea de su ausencia me paralizaba de miedo.

Mi mamá guardaba esos pequeños tesoros que creo, la aferraba a los significativos fragmentos de su historia. Y probablemente de eso se trata también andar por la vida, de reconocer el intento humano de resguardar lo que tiene significado sea por haberlo compartido con alguien, o porque se vivió algo maravilloso y esa pequeña cosa, se convierte en un talismán de la memoria, una prueba física de que eso realmente sucedió y un imán sagrado hacia el pasado cuando se quiere recordar para intentar al menos en alguna medida, volver a vivirlo.

Entre esos detalles escondidos hallé la cédula de mi abuelo José Prudencio quien nació el 30 de junio de 1909 y la de mi tía Imera Josefina o Imechon a quien todos recordamos con amor inmenso. También pedazos de una foto de mi padre sonriente (él era muy serio y he allí la novedad), recordatorios de deudas pagadas, los certificados electorales, el bolígrafo Parker de mi papá, su directorio telefónico hecho a mano en una impecable caligrafía y algunos papelitos con antiguos números telefónicos míos y por supuesto, mi número de cédula anotado allí también. Encontré entre esos tesoros, la novena de Jesús de la Divina Misericordia cuya devoción le profesó de manera absoluta en vida, pues a las 3:00 p.m. hacía una pausa para rezarle la coronilla, en cuyas intenciones sé, que estuvo de primero mi vida pues la mejor oración es la de una madre por sus hijos y las de ella jamás faltaron.

En estos días el recuerdo de mi madre me ha visitado constantemente, y así lo he atravesado, con amor, añoranza y gratitud. Quizás porque he disfrutado a mares de la calidez y ternura de nuestra adorada Rosa Gómez de Herrera o “Mamá Ocha” como muchos le decimos, cuyo titánico cariño maternal cubre no sólo a sus hijos Astrid, Leonor y William, sino también de manera generosa, a sus sobrinos y a los amigos de sus hijos, entre esos nosotros, Manuel Antonio de Jesús y yo. Mi hijo le llama Mamaita, tal como lo hacen sus nietas Salomé y Sofía y ella recibe feliz la inocencia de ese sutil detalle infantil.

El sentimiento de orfandad es de los más desoladores posibles. Ese refugio de paz que es el regazo de una madre, o de un padre amoroso, hace falta a lo largo de la vida cuando ellos han trascendido de este plano terrenal. Privilegiados son quienes aún los tienen en sus vidas y lo disfrutan, pues es una bendición sentirlo aún más, en la edad adulta. Hoy te honro mami como lo hice en vida, tu existencia, tus huellas, tu ejemplo, tus consejos, tu forma de ser y de actuar, tus tesoros, tu manera de amar a tus padres, hermanos, sobrinos, amigos, y a todo aquel que necesitó de ti. Te amo y te extraño cada día. Gracias por permitirme hallar tus tesoros y sentir que los abrías conmigo.

María Isabel Cabarcas Aguilar

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