En su reconocida obra Antes de Colombia: los primeros 14 mil años, el destacado arqueólogo Carl Langebaek señala que el concepto de agricultura, tal y como usualmente lo empleamos, es demasiado amplio. “Llamar con el mismo nombre a los cultivos de caña trabajados por esclavos, a los cultivos de minifundio del campesino irlandés y a la agricultura indígena prehispánica -incluso en sus formas más intensivas- es una desproporción. Depender del cultivo de plantas quiere decir cosas distintas en sociedades diferentes” considera dicho autor. La agricultura no fue invento sino un proceso que abarca escalas diversas y presenta contrastes significativos en distintos grupos humanos.
Mientras converso con horticultores indígenas en una zona ondulada y pedregosa de la península de La Guajira evoco ese pasaje de dicho libro. Las personas dedicadas a estas labores consideran que existen tanto las huertas de los humanos, en las que se siembran el maíz morado, la patilla, el melón, la ahuyama y las diversas variedades de frijol, como las del bosque seco en donde Juya, un ser mítico asociado a la lluvia, planta árboles como el trupillo, cuyas vainas son extensamente aprovechadas por las familias indígenas. En estos bosques se encuentran las frutas silvestres de los cardos, las cerezas y las dulces aceitunas que se recolectan cuando las estrellas anuncian que ha llegado el momento de consumirlas. Visto de esta manera: el mundo es un cultivo.
La huerta no es un espacio cuyo sentido se limite a las relaciones entre humanos y plantas. En ella intervienen numerosas especies animales y la lluvia que debe seguir un orden establecido y una gradación en su caída para no violentar a las plantas más jóvenes. Hormigas y humanos están profundamente interrelacionados en las huertas agrícolas y en las cercanías de las viviendas. Un relato wayuu narra cómo la hormiga es la primera en quejarse cuando se prepara la tierra pues sus nidos son inicialmente destruidos. Los agricultores humanos le responden que ella será la primera beneficiada de la siembra pues cortará y llevará a sus nidos pedazos de frijol, millo y maíz que almacenará para las épocas de sequía. A lo largo del crecimiento de las plantas aparecerán los gusanos que comerán los primeros brotes. La iguana buscará las tiernas flores del frijol, los conejos saquearán las patillas, los zorros comerán los apetecidos melones, las cotorras perseguirán al millo y los micos se abalanzarán sobre las primeras mazorcas.
El escenario de la huerta indígena, como el del bosque, están marcados, en consecuencia, por la densa relacionalidad de los seres que participan en este. Sus múltiples interacciones encajan en una especie de densidad semiótica como lo ha señalado Eduardo Kohn en su libro Cómo piensan los bosques, en el que estudia los efectos que desencadenan el vuelo de las hormigas cortadoras de hojas en la selva amazónica.
Una huerta es mucho más que un simple espacio utilitario. Es un escenario polifónico y dinámico en el que suceden auténticos dramas sociales de diversos seres vivientes. En ella concurren diferentes voces, cantos y acciones de personas humanas, vegetales y animales. La huerta es también una especie de arena pública en la que convergen múltiples especies con sus propias identidades y propósitos que se entremezclan en complejas relaciones antagónicas o colaborativas alrededor de una compleja y enriquecedora interacción con las plantas.
Weildler Guerra Curvelo