El caos nunca ha sido un extraño en la historia humana. Ha acompañado a las civilizaciones como una sombra inevitable. En Roma, mientras el Imperio se derrumbaba, Nerón tocaba la lira como si la tragedia fuese un espectáculo. En el siglo XX, el caos se llamó Auschwitz, Hiroshima, Ruanda. Y cada época, en su propio abismo, dejó claro que el verdadero reto de la humanidad no ha sido evitar el caos, sino aprender a responderle con dignidad y sentido.
Colombia conoce bien ese lenguaje. Aquí, el caos se tradujo en guerras civiles, en más de ocho millones de desplazados internos, en la violencia política y narcotraficante que convirtió pueblos enteros en cementerios. En La Guajira, mi tierra, el caos es más silencioso, pero no menos cruel: niños que mueren de sed y hambre en un país que se autoproclama potencia de vida; comunidades wayuu que sobreviven a la intemperie institucional; ciudades como Riohacha que parecen condenadas a la improvisación.
Lo más peligroso del caos no es su fuerza destructora. Es su capacidad de volverse costumbre. Cuando aceptamos la pobreza como paisaje, la corrupción como regla, la violencia como parte de la identidad nacional, hemos perdido más que recursos: hemos perdido el alma.
Jordán B. Peterson, en 12 reglas para vivir: un antídoto al caos, nos recuerda algo esencial: la vida no es la ausencia de caos, sino la danza entre caos y orden. Nunca habrá un mundo perfecto ni un país sin conflictos. Pero sí puede haber ciudadanos dispuestos a ser antídoto en medio del caos.
Significa levantar la frente cuando la mayoría baja los brazos.
Significa vivir con decencia en tiempos donde la decencia parece un lujo electoral.
Significa ordenar nuestra propia vida cuidar a los hijos, respetar la palabra, trabajar con disciplina para luego exigir orden a nuestras instituciones.
El caos no se combate con discursos grandilocuentes, sino con acciones pequeñas que parecen insignificantes, pero que crean cultura. El joven que decide seguir estudiando pese a no tener internet en casa, la madre que enseña a su hija a decir la verdad, aunque eso no le dé ventajas, el político que renuncia al atajo corrupto porque sabe que gobernar es un servicio y no un botín.
En La Guajira, ser antídoto al caos es no aceptar que la sequía sea destino ni que la pobreza sea identidad. Es transformar el sol y el viento en motores de riqueza limpia. Es reconocer que cada niño wayuu que hoy se acuesta con hambre es la medida exacta de nuestro fracaso colectivo, pero también la oportunidad de exigir un futuro distinto.
El caos no es solo una palabra: es una advertencia escrita en la historia. Alemania de los años 30 creyó que la rabia podía ser motor político, y terminó en ruinas. Ruanda pensó que la división étnica podía sostenerse, y pagó con un genocidio. Venezuela creyó que el resentimiento podía reemplazar la planificación, y hoy vive el éxodo más doloroso del continente.
¿Acaso Colombia no ha aprendido todavía? ¿Cuántas veces hemos caído en el juego del “enemigo interno”? ¿Cuántas veces hemos confundido liderazgo con caudillismo, indignación con transformación?
En La Guajira, el caos tiene nombres más domésticos: contratos que no se cumplen, planes de ordenamiento ignorados, proyectos improvisados que terminan en elefantes blancos. Pero aquí también podemos reescribir la historia.
En Sudáfrica, después del apartheid, Nelson Mandela entendió que la única forma de sobrevivir como nación era abrazar una palabra ancestral: Ubuntu. Significa “yo soy porque nosotros somos”. Nadie se realiza si el otro está hundido. Nadie gana en una comunidad rota.
Ubuntu no es ingenuidad. Mandela no lo fue. Ubuntu es firmeza con humanidad, justicia con compasión, memoria sin venganza. Y hoy Colombia necesita líderes y ciudadanos con esa mezcla.
El caos se multiplica rápido, pero la esperanza también. Un pueblo entero puede sanar cuando deja de odiar y empieza a reconocerse en el otro. Y para eso no se necesita un mesías, se necesita ciudadanía activa. El maestro que enseña a pensar y no solo a repetir. El joven que emprende sin rendirse al clientelismo. El funcionario que cumple su deber, aunque no lo aplaudan. La comunidad que defiende el agua, el bosque o la playa como si fueran parte de su propio cuerpo.
La pregunta es simple y profunda: ¿estás dispuesto a ser antídoto al caos?
No esperes a que cambien los gobiernos ni a que llegue el próximo plan salvador. Empieza por ti. Ordena tu vida. Respeta tu palabra. Inspira a los demás. Y, sobre todo, no odies. Porque ningún partido y ningún candidato merece que le entreguemos el alma al rencor.
Lo digo desde Riohacha, con el viento del norte en mi rostro: esta tierra me enseñó que resistir no basta; hay que transformar. Y que el caos, por más fuerte que sea, nunca podrá derrotar a un pueblo que decide organizarse, soñar y actuar en común.
El caos está aquí, lo sabemos. Pero también está aquí la oportunidad de ser diferentes. Y quizá, si nos atrevemos a ser antídoto, descubramos que lo que parecía el fin de un país… es apenas el inicio de su transformación.
Juana Cordero Moscote
Cuanta razon tiene en tan magno escrito, debemos empezar a ser quienes podamos lograr lo imposible por nuestra tierra