La discípula más exitosa, que no la más querida, de Armando Benedetti, desafió de manera contundente los cuestionamientos formulados por Gustavo Bolívar alrededor del escándalo de supuesta priorización y desviación de pagos por giro directo en las EPS intervenidas por este gobierno. Con la altanería que la caracteriza, en medio de otro escandaloso episodio mediático de denuncia de corrupción en el actual gobierno, Laurita, pequeña en edad, experiencia, estatura y dimensión moral, amenazó a Bolívar con la proverbial sentencia: “que caiga el que tenga que caer”.
En la sociedad colombiana, y su clase política, el revire utilizado por Laurita solo tiene una dimensión válida: el sarcasmo.
El papá político de Laurita Armando Benedetti, por poner un solo ejemplo, goza de abierta y dilatada impunidad en siete procesos por corrupción. Eventuales o presuntos delitos contra la administración pública, típicos de lo que denominamos corrupción, en los desfalcos a Fonade, en irregularidades en Electricaribe y la Electrificadora del Meta (Emsa), en el favorecimiento ilícito a la empresa Simetric en el cual se imputan también los exrepresentantes a la Cámara Tatiana Cabello y Efraín Torres, hijo de Euclides Torres, presunta compra de votos en La Guajira para las elecciones de 2018, supuestos delitos electorales en la elección de la exrepresentante del Partido Conservador María Cristina Soto, injerencia en el reconocimiento de pensiones del magisterio en Fiduprevisora y, otro más, por injerencia en la prestación de servicios de salud al magisterio, posiblemente aunado a enriquecimiento ilícito.
Esto sin contar con la confesada participación de Benedetti en la supuesta financiación irregular de la campaña de Petro presidente.
Laurita, que lleva casi toda su corta vida acompañando al paladín de la corrupción nacional, hoy entronizado ministro del interior de Petro, sabe bien, por la experiencia vivida, que una denuncia o investigación no pasa de ser un papel inútil en el sistema judicial colombiano, cuando no es meramente un correo electrónico perdido en los cientos de miles de denuncias que no motivan ninguna pesquisa efectiva por parte de la Fiscalía.
En este entorno, la canciller ya acumula diversas investigaciones en su contra en casos de connotación nacional y ha podido validar el dictum de vida de Benedetti: Nadie cae, no importa lo que haga.
Más allá de criticar la morosidad del sistema judicial colombiano o poner acaso en duda su verdadera independencia, la reflexión que plantea la conducta de estos altos miembros de gobierno es la de la necesidad de rescatar el decoro y los lineamientos éticos en el manejo del estado, sin distingo de la línea ideológica o matrícula política del funcionario.
Bien decía Álvaro Gómez Hurtado que no podemos aceptar o resignarnos a que la acción judicial sea un subrogado del juicio moral. Si la sociedad y el liderazgo renuncian a aplicar y reclamar criterios éticos en sus conductas propias y de quienes los rodean, bajo el expediente fácil de que esas infracciones y su corrección y condena son responsabilidad exclusiva de los jueces, seguiremos fracasando como sociedad y seguiremos cundidos de todas las formas de corrupción posibles.
Ni un millón de jueces podrán frenar ese despropósito creciente que ahora, como nunca antes, se nutre de la prevalencia del mal ejemplo, la falta de vergüenza, la ostentación desafiante de la conducta inmoral y la efectividad patrimonial de la mala conducta.
Claro que un poder judicial no congestionado, bien apoyado, en lo penal y disciplinario, de amplias capacidades de investigación judicial y que más que clamar independencia demuestre a la sociedad oportunidad, rigor y severidad por encima de las triquiñuelas que abusan del derecho de defensa es deseable.
Pero los ciudadanos, los políticos y sus partidos, nuestros pedagogos, nuestros periodistas debemos todos repudiar radicalmente la degradación moral en la conducta de nuestros servidores públicos, implementar la condena social universal con la marca de la vergüenza y retomar la predica y aplicación de los valores éticos y morales que deben regir todas las conductas.
El ejemplo en todos los actos y eventos, la adecuada solemnidad y decoro en la conducta, en el vestir, en el lenguaje y la interacción. El respecto de los tiempos, de la verdad y del interés nacional en las discusiones, más allá de la conveniencia o afiliación del momento deben ser la regla.
En el gobierno de Laurita, se ha perdido la vergüenza e impera el miedo. El miedo a denunciar la corrupción que claman figuras poderosas como Augusto Rodríguez, director, ¡hágame el favor! de la Unidad Nacional de Protección, la vicepresidenta de la República o el ministro de comercio que teme por la integridad de sus rodillas. Tristemente, ante esta degradación, es dable suponer que a lo que se refería Laurita no es que quien caiga lo haga ante el peso de la justicia, sino ante el alcance de la mano negra que se llevó por delante al coronel Oscar Dávila de la Policía Nacional.
Enrique Gómez Martínez