ESTACIONES MUSICALES EN EL VALLENATO

Si la casa de los López Gutiérrez en La Paz hablara nos diría que los trashumantes acordeones y acordeoneros, peleadores entre sí, de renombre, relatores de música, celestinos de amores fugaces y sin dueños, rodeado de bochincheros comentaristas, constructores y desmitificadores de historias de las que muchos quieren adueñarse, las cuales al ser contadas por estos vestidos con camisas ajenas, saben que ese instrumento los sonsacó a hacer de todo, para que a punta de fuelle se construyera una historia real, que nos sirve de orgullo provincial.

Esa aldea conformada por casas de bahareque, en que se convirtió La Paz, una población cercana a Valledupar, fundada el 24 de enero de 1775 por Simón de Torres, Arcisclo Arzuaga, Leonardo del Castillo y Juan Oñate, llamada en sus inicios Cerros de la Paz, Villa de la Paz, Los Robles y cuyo gentilicio es pacíficos, se convirtió con el pasar del tiempo en una especie de corredor que por la década del 30 terminó convertida en una especie de estación musical por el ruido que producían esos instrumentos, que no se han cansado de gemir música, que llegaban de distintas partes y alegraban los días con sus noches de una población, simbolizada en un gran corredor para el comercio, pero ante todo para los músicos que sin nombre, terminaban en esa casa que se convirtió en un gran punto de encuentro, para nutrir y llenar con lo que ese instrumento brotaba y nutrirse ante la búsqueda creativa, de tanta mentes acordeoneras.

Con el pasar del tiempo, el hotel América fue el refugio predilecto de tantos viajeros, que iban o bajaban en sus diversas tareas comerciales. Hasta ese lugar llegaron muchos acordeoneros, reconocidos como Sebastián Guerra, ‘Chico’ Bolaños Marzal, Fermín Pitre, Emiliano Zuleta Baquero, Abel Antonio Villa Villa, Juan Muñoz, Luis Enrique Martínez, Alejandro Durán y los eternos anfitriones Juan y Pablo Rafael López, para hacer una eterna bulla musical y en medio de ella siempre sobresalía la inteligencia de un negro cimarrón de profundas convicciones libertarias, quien ya en 1947 había publicado “Tierra mojada” y un año después, “Pasión vagabunda”.

Era nada menos que Manuel Zapata Olivella, otro genio natural, lleno de humildad y siempre con una mano abierta y amiga para todos. Hasta allí llegó por primera vez en 1949 invitado por él, el naciente genio que sería Gabriel García Márquez, quien luego fue un nobel de literatura, pero ante todo un ferviente divulgador de nuestra música. A Zapata Olivella se le deben unas giras que luego comentaremos, al igual que la llegada de Nereo quien retrata a toda nuestra provincia y el propio naciente literato, quien recoge muchos años después, de manera detallada, el suceso ocurrido un sábado de carnaval en 1952, que tuvo su inicio en el salón de baile “La tuna” y que al final dejó 25 casas quemadas y un luto generalizado, que él plasmó como un retrato calcado, en El Heraldo en su columna ‘La Jirafa’, en una excelente crónica que tituló “Algo que se parece a un milagro” y que recogió como un luto generalizado, le cerró el paso a escuchar al inquieto periodista, el sonido de un acordeón que siempre llevó desde niño, cuando en su tierra natal llegaron con su bulla detrás del boom del banano. Como una muestra natural, todo ese silencio lleno de dolor y vestido de trajes negros hasta la rodilla portado por las mujeres, mientras los hombres tenían una cinta negra prendida en su antebrazo, frenó esa pasión que sentía por el acordeón.

Gabriel insistía en su anhelo de escuchar el sonido de ese instrumento, que su abuela le prohibió tocar. Caminaba de la casa de Pablo Rafael a donde unas vecinas de la calle de la alegría. Fue y volvió varias veces como implorando un milagro. De tanto ir y venir, una de las mujeres cerrada de luto se paró de su poltrona y le dijo al músico: “Pablo tóquele al señor, para salir de esta tristeza que es más grande que la creciente del río mocho”.

Con o sin luto, dinero o no, el acordeón atraía en ese lugar a cuanto provinciano se acercaba para escuchar lo que sus intérpretes hacían en pos de extender las noches en días y estas en semanas, todos con la excusa de la llegada de un nuevo visitante que traía y luego llevaba noticias.

Todo esto condujo a que La Paz se convirtiera en un punto de encuentro de tantos músicos venidos de diversos lugares.

Esa contienda musical que se libró en esa casa, le permitió a Juan y Pablo Rafael, aparte de ser los anfitriones y defensores en cuanto al toque de acordeón de ese territorio, mostrar a los que llegaban de lugares cercanos o de aquellos perdidos en el olvido estatal.

Ese influjo musical cubrió a todos sus hijos, quienes recibieron la influencia de muchos foráneos y propios, que traían sus rutinas y sus distintas maneras de tocar el acordeón. Esa casa olía a los estilos de los Zequeira, Gutiérrez, Araque, Noriega, Sierra, Morales y tantos cientos de músicos, que al final terminó esa historia construida con el sudor, el llanto y la alegría de todos, en una sola: la de los López.

No importaron los pasajes gloriosos de Carlitos Noriega y su concierto acompañado de las polainas, de las expuestas por Carlos Araque que tocaba el acordeón con los pies o el concierto de Luis Enrique Martínez, quien siendo un jovencito se inventó tocar los pitos con una botella, hecho que creo un nuevo paradigma en la ejecución del acordeón, o escuchar a “Toño” Sierra con sus versos y dulzaina o al portento de la décima, Antonio Morales, quien era indestronable cuando abría su mente como si fuera la boca de un dragón. O escuchar las voces potentes de Juan Oñate y Dagoberto López, quienes cubrían con sus cantos a muchas leguas de distancia, los cuales la gente sabía diferenciar y las nacientes inquietudes de “Pachito” Mejía, quien sería luego rey de la canción.

Un día cualquiera, amaneció sin ganas de tocar su instrumento preferido y la música del personaje, por quien había ganado cierto renombre, de ser un continuador y ante todo afianzador del estilo más abierto de la música vallenata, que poseía el aventajado del acordeón Luis Enrique Martínez Argote.

El músico se acordó que en Bogotá tenía un hermano y que la mejor manera de saber que tenía su cuerpo era montarse en un avión, lujo de pocos en ese tiempo y someterse a un riguroso chequeo. La bienvenida que le dio Bogotá fue más fría que ahora. Solo su hermano fue a recibirlo. Así llegó Miguel Antonio a la capital de los colombianos, sin saber que ese mal momento de salud le tenía preparado una grata sorpresa.

Allí en ese medio, no propio de los provincianos, estaba un muchacho que no había cumplido la mayoría de edad y se la jugaba siempre con esas ganas de ser cantante. Él había grabado un producto muy artesanal con Emilio Oviedo y las canciones de Alonso Fernández Oñate para el sello Vergara. Era Jorge Oñate, un estudiante de bachillerato del Colegio de la Libre, que tenía afincadas sus esperanzas en el canto y no en ser un aventajado estudiante.

El encuentro lo propició Pablo López, ese ejecutante de la caja, instrumento cónico que hace parte de la música vallenata, valor insigne del vallenato, y Santander Díaz, productor artístico de CBS, músico y compositor de renombre, en el mundo de la farándula nacional, quienes lo llevaron a una parranda al Círculo de Periodistas de Bogotá, que al final terminó como una muestra musical.

Todo lo cantado por Jorge Oñate y tocado por Miguel Antonio esa noche fue maravilloso, en donde la puntada final la dio el merengue “El siniestro de Ovejas” de Carlos Araque Mieles, que estremeció las fibras de todos los presentes, en especial del asediado director artístico Santander Díaz. Esa noche fue cubierta por la madrugada fría que hubo tiempo solo para repasar el repertorio y enrutarse a los estudios de suramericana, ubicado en la calle 19 con carrera 8, que le daban el bautizo musical al naciente grupo de “Los Hermanos López” con el canto de Jorge Oñate. Allí se ponen los primeros ladrillos de ese gran edificio que existe hoy, en donde se consolidó de una vez por todas la madurez de los muchos intentos de la voz, al querer separarse del acordeón.

El impacto de la voz de Jorge Oñate fue determinante, al recoger en su canto toda la esencia de las narraciones campesinas, pero con un sentido distinto, menos rural y más de salón, sin perder la esencia. Se convierte Miguel López en el abanderado defensor y el más representativo personaje, que emergió de esa gran casa que a manera de estación musical le pudo decir al mundo, en compañía de la inigualable voz del naciente cantante, que nuestras raíces tenía quien las defendiera. Ese nacimiento del grupo musical era celebrado por los guajiros, entre ellos, mi padre Rafael Carrillo Brito, quien siempre sostuvo siempre que “Miguel López era un Luis Enrique con una mejor voz”.

En ese nacimiento musical surge a la luz pública uno de los creadores que tiene el pueblo pacífico, que bien vale la pena resaltar. Se trata de Emiro Zuleta Calderón, un hombre raizal que desde muy jovencito se entregó al frío de la capital, pero que siempre ha llevado la música vallenata plegada a su ser, quien componía sus obras con mucho sabor terrígeno como si estuviera en un patio o traspatio de las casas de su tierra natal. Todas esas nacientes canciones fueron reproducidas por Filiberto Arzuaga, quien se las cantaba al oído al que sería una de las voces más destacado de nuestra música: Jorge Oñate.

Todos los habitantes de la gran provincia vallenata nos plegamos a esa agrupación, quitándoles su favoritismo a muchos artistas, que nos habían invadido con otras muestras estilísticas, que se alejaban de la narrativa que por tradición hemos sabido cultivar. Todo ese sentido de pertenencia nos lo hizo recuperar la agrupación de los Hermanos López con el canto de Jorge Oñate. Es tan cierto ello que los creadores nuestros se volcaron a esa agrupación musical, para que les interpretaran sus obras.

Logran los Hermanos López con Jorge Oñate poner en una verdadera escena los cantos con sabor vallenato, los cuales empezaron a hablar sobre una nueva generación de la mejor manera, sin desvirtuar los pasos dejados por las anteriores generaciones. Sin lugar a dudas, ellos con su aparición propician el nacimiento de tantos valores, cuya valía es de pleno reconocimiento en nuestra música.

Esas casas de bahareque y tablas, con patios y traspatios que eran como especies de rosas, lugar donde se sembraba el pan coger de la aldea pacifica, quedaron atrás, no porque no existieran todavía, sino porque los Hermanos López con el canto del coloso Jorge Oñate las refundaron y volvieron universal.

Esa cedula musical logrados por el canto de Jorge Oñate y el acordeón de Miguel López se posicionó de tal manera que han pasado más de cinco décadas y esa música permanece ahí, plegada en el alma de quienes vieron crecer ese sueño musical o de aquellos, a quienes sus abuelos y padres le contaron, que hubo una vez un muchacho que heredó de su abuelo Juan Oñate un peculiar estilo para cantar y logró encumbrar a su tierra, al vallenato y a la música de Colombia.

A Jorge Oñate con ese canto diferente con sabor a provincia, pero de nivel y a Miguel López con su acordeón perpetuador del estilo guajiro, gracias eternas. Sin ellos la historia del vallenato no sería como es.

FERCAHINO – Félix Carrillo Hinojosa

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