RELATOS FERCAHINO

LEANDRO DÍAZ DUARTE, EL CANTOR DE ALTO PINO

Este compositor pertenece a ese grupo selecto de campesinos privilegiados, que señalaron el rumbo de una región con el sustento del verso y la melodía como únicas armas. Homenaje a quien hoy estaría cumpliendo 90 años.

La justificada rebeldía que tuvo Leandro José Díaz Duarte contrasta con la humildad franciscana en que vivió siempre. Él nació en Alto Pino, jurisdicción de Barrancas, La Guajira, el 20 de febrero de 1928, en el hogar de María Ignacia Díaz Ospino y Abel Duarte Díaz, y falleció en Valledupar el 22 de junio de 2013.

Su vida se enrutó por el sendero de la música, lo que le permitió desarrollar una obra que cuenta con una gran dimensión en el contexto de la música vallenata. Pertenece a ese grupo selecto de campesinos privilegiados, que señalaron el rumbo de una región con el sustento del verso y la melodía como únicas armas, lejos de parapetarse en otras actividades perversas que han degradado el mundo social del Caribe colombiano.

Leandro José sabía que, si se dedicaba a narrar y musicalizar cada uno de los acontecimientos vividos, saldría avante ante tanta adversidad. La fuerza de su obra lo salvó y pudo superar esos momentos amargos, en los que la adulación, que aún sigue vigente en los círculos sociales, siempre trató de no dejarlo cantar.

Él, para ser lo que es no necesitó ganarse premios o pedir ser exaltado. Su obra ha recorrido contra viento y marea muchos lugares, rompiendo prohibiciones y todo ese mundanal ruido que ha cubierto a nuestra música, en la que muchas veces ha primado más lo social que el verdadero aporte de sus hombres, quienes terminan la mayoría de las veces siendo más anónimos que reconocidos.

El cantor de Alto Pino o la Sierra de los Brito sí que vivió esos malos intencionados comportamientos de reconocidos hombres dentro del vallenato, ante los que ha protestado hasta la saciedad. Dos muestras fehacientes son la toma por parte de Abel Antonio Villa del merengue en su música y letra, en la que sólo le cambió el título de Loba ceniza por el de La camaleona, compuesto con tan solo 17 años; o la melodía y parte de la letra que Rafael Escalona Martínez desarrolló en La brasilera, que pertenece a una obra original conocida como Corina.

Nada de eso lo detuvo para musicalizar sus tragedias y afectos, entre ellos el lugar de su nacimiento, narrado por la mente prodigiosa del muchacho que creció escuchando corridos, rancheras, pasillos, foxtrots, valses, propios de los años 40 del siglo pasado, y los acordeones de personajes como Francisco Moscote Guerra, Julio Francisco Brito y Bienvenido y Santander Martínez, quienes lo metieron en el arte para que luego él pudiera relatar: “en la casa de Alto Pino, se oyó por primera vez, el leve llanto de un niño, que acababa de nacer, ese niñito nació para aumentar la familia, pero grande dolor, sintió su madre”.

Ese es Leandro José, el personaje que hizo su obra en Lagunita de la Sierra, territorio guajiro, y en Tocaimo, cerca de San Diego, Cesar, al que muchos investigadores no han querido mirar más allá de su invidencia y se han quedado allí con el recurrente discurso de que “él es ciego” y por ese hecho, magnifican su obra. Él fue un hombre que siempre vio con claridad meridiana cada uno de los hechos de su región.

Fue un visionario que sacudió con rebeldía el problema, ya fuera amoroso, social, político o económico, y decidió con sus propias palabras poner los hechos en su verdadero lugar. Su música, al igual que su lenguaje, fue libertaria. Leandro Díaz fue un revolucionario que decidió expresar sus verdades sin temor a cualquier retaliación. Por ello, su obra es de una profundidad tal, que permite verla, tocarla, referenciarla, marcarla en varios tiempos y espacios, lo que le da un enorme sentido de universalidad. Prueba de ello es la agudeza narrativa planteada por un valor musical como él, en donde refleja su realidad amorosa, sin temor, para decirle a su amada, “Quiéreme vidita mía que soy un ave y no tengo nido”.

Peleó con todo y contra todos. Siempre mantuvo un dialogo permanente con la vida, la muerte, lo amoroso, el desamor, y se enfrentó con sus versos certeros a lo desconocido. Así hizo su nombre, el cual se debe a su talento. Fue tanta su lucha, que hasta las constantes muestras de olvido cayeron bajo el influjo de sus variadas melodías y textos llenos de realidades dolorosas, pero que sólo un gigante de la composición como él pudo sortear para bien de su mundo musical.

La obra de Leandro José Díaz está viva. Sigue de pie como su nombre. En ella aparecen sus amores contrariados, los que aceptaron sus peticiones y con quienes tuvo sus hijos, caso especial Clementina y Nelis; los relatos de promesas incumplidas, sus peleas por la exclusión que vivió en carne propia, sumados a tantos nombres de amores, entre ellos, Cecilia, Matilde, Josefa… gorditas, delgadas, morenas, blancas, altas y bajitas, diosas coronadas o sin cetro, viudas con marido vivo, hacen parte de ese repertorio amoroso que un hombre como él pudo atesorar.

Atrás quedó el lector de manos femeninas, señalador de suerte, que un día decidió cortar por lo sano porque ya sabía el nombre de los perfumes de las rosas y de las mujeres, que se ponían el mejor vestido para las fiestas patronales. Por todas esas razones, Leandro José Díaz, el más grande creador guajiro de música vallenata, sentencia: “Yo sigo como lo hace el hombre, porque el artista es como el arco iris, nace en cualquier parte”.

Félix Carrillo Hinojosa – FERCAHINO

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