Queridos lectores, bienvenidos a una nueva entrega de esta columna donde nos adentramos en las entrañas de la política guajira, esa tierra donde el sol quema más que los discursos de campaña y donde el poder se reparte como si fuera un mercado de trueque. Hoy profundizaremos en un sistema tan peculiar como caótico, dominado por tres figuras clave que lo convierten en un espectáculo digno de Netflix: los camarlengos, los consiglieris y los papaupas. Juntos, personajes que hacen de la política guajira una tragicomedia sin fin.
Los camarlengos: los guardianes del botín mientras los políticos brillan en Bogotá
En el Vaticano, un camarlengo administra los bienes de la Iglesia cuando el papa está ausente o ha fallecido. En la Guajira, sin embargo, los camarlengos son algo muy distinto: son los encargados de manejar –y desviar– los dineros públicos mientras los políticos están apoltronados en sus sillas del Capitolio en Bogotá, luciendo corbatas caras y pronunciando discursos grandilocuentes frente a cámaras que nadie ve. Estos individuos son los verdaderos operadores del sistema, los que transforman el presupuesto destinado a obras públicas, salud y educación en un río subterráneo de recursos que termina desembocando en cuentas offshore, contratos fantasmas o proyectos que nunca ven la luz.
Imaginen a los camarlengos como los «gerentes interinos» de la corrupción. No necesitan título universitario ni experiencia en administración pública, pero poseen un talento innato para mover cifras, inventar justificaciones y desviar fondos sin que nadie se dé cuenta. Mientras los políticos están en Bogotá peleándose por micrófonos o negociando cupos en comisiones, los camarlengos trabajan en las sombras, asegurándose de que el dinero público circule como un torrente incontrolable que beneficia a unos pocos y deja al resto del pueblo esperando promesas que nunca se cumplen.
El modus operandi de los camarlengos es tan preciso como implacable. Organizan licitaciones amañadas, reparten contratos entre familiares y amigos, y crean empresas ficticias para justificar gastos inexistentes. Y si alguien pregunta, siempre tienen una respuesta lista: «Es que había emergencia», «Es que el presupuesto era insuficiente», o mi favorita, «Es que el sistema se cayó».
Lo más preocupante de los camarlengos es su capacidad de invisibilizarse. Nadie sabe quiénes son realmente, pero todos saben lo que hacen. Son como los fantasmas de las viejas casas abandonadas: nadie los ve, pero todos los temen. Y cuando las cosas se ponen feas, tienen la habilidad de desaparecer sin dejar rastro, dejando a los políticos como los únicos responsables frente a la opinión pública. Así, mientras los camarlengos disfrutan de sus vacaciones en Miami, los políticos terminan siendo los chivos expiatorios de un sistema que ellos mismos ayudaron a construir.
Los consiglieris: los arquitectos del poder y los titiriteros de la política
Si los camarlengos son los administradores de la caja menor, los consiglieris son los estrategas maestros que mueven los hilos desde las sombras. Inspirados en los asesores de la mafia italiana, estos personajes son los verdaderos cerebros detrás de las decisiones políticas. No necesitan cargos oficiales ni títulos pomposos; su poder reside en su capacidad para manipular, influir y controlar. Son los que saben qué botón presionar, a quién sobornar y cómo hacer que las cosas funcionen a su favor.
En la política guajira, los consiglieris son como los directores de orquesta de un concierto mal afinado. Ellos deciden quién entra, quién sale y quién se queda esperando en la fila. Son los encargados de diseñar las estrategias electorales, de negociar alianzas con otros clanes políticos y de asegurarse de que su jefe –el político de turno– mantenga el poder a toda costa. No les importa si eso implica comprar votos, amenazar a oponentes o inventar escándalos para desacreditar a la competencia. Para ellos, la política no es un juego limpio; es una guerra sucia donde el fin siempre justifica los medios.
Pero los alcances de los consiglieris van más allá de las elecciones. También son los encargados de gestionar las crisis, de tapar los escándalos y de asegurarse de que los errores nunca lleguen a la prensa. Si un contrato se cae, ellos lo reescriben. Si un político mete la pata, ellos inventan una excusa. Y si alguien intenta denunciar algo, ellos activan su red de contactos para silenciarlo. Son como los hackers de la política: pueden borrar cualquier rastro de evidencia con solo una llamada telefónica.
Los consiglieris son expertos en crear narrativas. Saben cómo vender una imagen positiva de su jefe, cómo convertir un fracaso en un triunfo y cómo hacer que el pueblo crea que su líder es la única opción viable. Son los responsables de que algunos políticos logren mantenerse en el poder durante décadas, incluso cuando su gestión deja mucho que desear. En resumen, los consiglieris son los titiriteros de la política guajira, y nosotros, los ciudadanos, somos sus marionetas.
Los papaupas: los generadores de opinión y la masa crítica favorable
Ahora hablemos de los papaupas, esos personajes que son como los heraldos de la política guajira. Su misión principal es generar opinión y construir una masa crítica favorable para el político de turno. Son los encargados de difundir propaganda 24 horas, de defender a su líder en redes sociales y de convencer a la gente de que, por más problemas que haya, su jefe es el único que puede resolverlos.
Los papaupas son como los influencers de la política tradicional, pero sin filtros ni estética cuidada. No necesitan Instagram ni TikTok; ellos operan en las plazas públicas, en las reuniones comunitarias y en las tertulias de barrio. Son los que levantan la mano en las asambleas para aplaudir cada decisión, los que escriben cartas al periódico defendiendo al político de turno y los que, en las redes sociales, inundan los comentarios con mensajes como «Este es el mejor alcalde que hemos tenido» o «Gracias, por tanto, señor gobernador».
Estos personajes no son simples aduladores; son estrategas de la manipulación. Saben cómo usar el lenguaje emocional para conectar con la gente, cómo explotar los miedos y las frustraciones del pueblo para justificar las acciones de su líder. Por ejemplo, si el político de turno es acusado de corrupción, los papaupas dirán: «Es que lo están persiguiendo», «Es que lo quieren tumbar porque está haciendo bien las cosas» o «Es que en este país no dejan trabajar».
Los papaupas son expertos en crear divisiones. Saben cómo polarizar a la sociedad para que la gente se enfoque en pelear entre sí en lugar de cuestionar al verdadero culpable. Por ejemplo, si un proyecto gubernamental beneficia solo a unos pocos, los papaupas dirán: «Es que los otros no merecen nada», «Es que ellos no trabajan» o «Es que siempre quieren vivir de lo ajeno». Así logran desviar la atención de los problemas reales y mantener la crítica bajo control.
Lo más irónico de los papaupas es que muchos de ellos no tienen ninguna relación formal con el político que defienden. Algunos son simples ciudadanos que creen ciegamente en su líder, mientras que otros son contratistas, empleados públicos o beneficiarios de favores clientelistas. Pero todos tienen algo en común: están dispuestos a hacer lo que sea para mantener a su jefe en el poder, incluso si eso significa mentir, manipular o traicionar sus propios principios.
Así es, queridos lectores, la política guajira es un sistema que se sostiene sobre tres pilares fundamentales: los camarlengos, que manejan los dineros públicos mientras los políticos están en Bogotá; los consiglieris, que diseñan las estrategias y manipulan a su conveniencia; y los papaupas, que generan opinión y construyen una masa crítica favorable. Juntos, estos actores convierten la política en un entretenimiento absurdo, donde el poder se ejerce como un negocio privado y el pueblo es tratado como un simple espectador. Pero, como diría un buen guajiro frente a un sancocho mal hecho: «Aunque esté pasado de sal, uno se lo come porque tiene hambre». Y así seguimos, tragándonos las mismas historias, los mismos nombres sus cortesanos, mientras esperamos –con una fe ciega– que algún día las cosas mejoren.
Arcesio Romero Pérez
Escritor afrocaribeño
Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI