“La pedagogía del castigo, como diría Foucault, sigue siendo la base de muchas relaciones jurídicas”
En el ámbito jurídico, el miedo suele verse como un factor subjetivo que puede anular el consentimiento, justificar una legítima defensa o atenuar la responsabilidad penal. Sin embargo, rara vez se aborda como fenómeno estructural, como un instrumento de control o como una consecuencia de la forma en que se construye, aplica y percibe el Derecho. Desde el enfoque de esta ciencia me surge una pregunta, ¿Puede el miedo tener raíces jurídicas? La respuesta, aunque nos resulte incómoda, es afirmativa.
Veamos. Los ordenamientos jurídicos modernos afirman basarse en el principio de seguridad jurídica, el cual busca ofrecer certeza sobre las reglas del juego en una sociedad. Pero la experiencia cotidiana muestra algo más ambiguo, que el Derecho también puede ser una fuente de incertidumbre, desigualdad e incluso temor.
Las personas temen a las instituciones, a los procedimientos, a las sanciones, a los formalismos y, sobre todo, a un sistema que muchas veces se siente lejano, opaco y excluyente.
Este miedo jurídico tiene diversas formas. Está el miedo burocrático, ese que paraliza al ciudadano ante la amenaza de un trámite difícil o una norma incomprensible. Está el miedo penal, que pesa de forma desproporcionada sobre los “de ruana”, el miedo constitucional, que experimentan los movimientos sociales cuando el aparato estatal reacciona con represión frente a demandas legítimas. Y está, por supuesto, el miedo laboral, alimentado por relaciones desiguales donde el desconocimiento o la debilidad normativa deja al trabajador expuesto a la arbitrariedad.
Lo más preocupante es que este miedo no es siempre una falla del sistema; a veces es parte funcional de su diseño. El Derecho se convierte así en una tecnología de gobierno que administra el comportamiento más por temor que por convicción. Se legisla con sanciones, se reglamenta con advertencias, se fiscaliza con amenazas. La pedagogía del castigo, como diría Foucault, sigue siendo la base de muchas relaciones jurídicas.
Sin embargo, no todo está perdido. También existe un Derecho que libera, que empodera, que ofrece herramientas para enfrentar la injusticia. Ese es el Derecho transformador, el que promueve garantías, el que reconoce la dignidad humana como principio y fin. Es el Derecho que no se impone desde arriba, sino que se construye desde abajo, en diálogo con las comunidades y con respeto a la diferencia.
Superar la raíz del miedo jurídico implica una reforma no solo legal sino cultural por lo que debemos replantear el lugar del Derecho en la vida cotidiana. Por ejemplo, de acercarlo a la ciudadanía mediante el lenguaje claro, la justicia restaurativa, la pedagogía de derechos y una administración menos vertical. Se trata de formar operadores jurídicos con sensibilidad social y de construir instituciones que inspiren confianza, no terror.
El reto, entonces, no es solo garantizar derechos en el papel, sino cambiar la forma en que se aplican, se reclaman y se entienden. La Corte ha avanzado en esta tarea, pero poco sirve proclamar que todos somos iguales ante la ley si el acceso a la justicia sigue siendo privilegio de unos pocos, o afirmar que los derechos fundamentales son inviolables, mientras se multiplican los obstáculos para ejercerlos.
La raíz del miedo en Colombia no está únicamente en la violencia armada o en la desigualdad económica. Está también en un Derecho que aún se percibe como ajeno, lejano, e incluso hostil. Superar ese miedo es una tarea jurídica y ética, que el Derecho deje de ser un instrumento de dominación y se convierta en lo que la Constitución prometió en 1991, un escudo de dignidad para todos, una promesa de justicia, no una advertencia de castigo.
Roger Mario Romero