Vivimos en el paraíso de la irresponsabilidad política y la sinvergüenza
No existe en la historia de la República un desplazamiento colectivo de la magnitud del experimentado a partir del pasado 16 de enero en el Catatumbo. Al 30 de enero, hay más de 48.000 desplazados, 26.000 confinados, 19.000 personas en refugios temporales, se perdió el rastro del número de masacres y el conteo de muertos supera los 150.
Los matizadores, aquellos socialistas solapados que pueblan la prensa y el comentario, al comentar sobre el drama de Catatumbo siempre agregan “el desplazamiento colectivo más grande de los últimos años”, ladinamente tratando de insinuar que los desplazamientos de los ochentas y noventas forzados por paramilitares fueron peores, buscando con ello matizar y evitar la crítica al presente de violencia del país. Casi siempre estos ecualizadores invitan a desarmar la indignación con el vergonzoso y malicioso contra argumento de que “no se queje de Petro que aquí siempre ha existido la violencia”. Pero es mentira. Nunca en la historia del país se había presentado un fenómeno de desplazamiento de este volumen e intensidad.
Y bien sabemos que todo lo sucedido estaba amplia y efectivamente advertido. La Defensoría del Pueblo, los gobernantes locales y diversos líderes sociales lo habían advertido. La COMISIÓN INTERSECTORIAL PARA LA RESPUESTA RAPIDA A LAS ALERTAS TEMPRANAS (CIPRAT) del Ministerio del Interior, cuya misión esencial es implementar el Sistema de Prevención y Alerta para la Reacción Rápida reglamentado por el decreto 2124 de 2017 y que debía lograr “la reacción rápida ante los riesgos de amenaza contra la vida, a la integridad, libertad y seguridad personal, libertades civiles y políticas, e infracciones al Derecho Internacional Humanitario” estaba advertida, desde por lo menos el mes de noviembre de 2024, de las señales y reportes que de manera clara evidenciaban lo que iba a ocurrir.
Esta instancia burocrática, a cargo del Ministerio del Interior, está integrada, ¡hágame el favor!, por las siguientes autoridades del nivel central: Ministerio del Interior, Ministerio de Defensa, Unidad Nacional de Protección, Comando General de las Fuerzas Militares, Policía Nacional y Unidad de Atención y Reparación Integral a las Victimas. Participan como invitados especiales, ¡imagínense! La Consejería Presidencial para los DD.HH y D.I.H , la Fiscalía General de la Nación, la Procuraduría General de la Nación, la Comunidad Internacional y las Gobernaciones y Alcaldías de los municipios donde se generan las alertas emitidas.
Prácticamente todas las instancias relevantes para impedir la ocurrencia de esta tragedia estaban notificadas del estado del riesgo y, en el marco funcional del CIPRAT, tenían la responsabilidad funcional de, precisamente, actuar de manera rápida y efectiva para prevenir lo sucedido.
Y ninguna de esta entidades del estado y sus cabezas responsables hizo nada. ¡Absolutamente nada! A la fecha el gobierno nacional no ha podido demostrar algún tipo de contramedida efectiva a lo que era una tragedia anunciada, una operación guerrillera con el claro respaldo de las fuerzas armadas de Venezuela, e incluso con su presunta participación directa, en territorio nacional.
Nada, insisto, no hicieron nada.
Ni siquiera el hecho de que el Ministro del Interior, oriundo del Norte de Santander y cuya familia ha ostentado el poder político dominante en la región desde hace décadas, motivó a estos funcionarios a cumplir con su deber.
Pero lo que es más sorprendente es que el jefe de gobierno, adoptando una ya inveterada costumbre de nuestros anteriores gobernantes, no pidió ni obtuvo, de esta larguísima serie de subordinados, una sola renuncia.
Ninguno de los que bien pueden ser más de 50 funcionarios de alto rango de los diferentes ministerios y entidades tuvo tampoco el decoro personal y ético de presentar su renuncia por este fracaso monumental. Y sus respectivos jefes tampoco consideraron indispensable reclamárselas. Ni hablar del ignoto presidente que, en medio de sus constantes faltas a sus deberes constitucionales, no tiene la autoridad para pedirle la renuncia a nadie.
Funcionarios con la información, las competencias y los recursos para prevenir o al menos mitigar la ofensiva guerrillera decidieron dejar a 300.000 colombianos al garete, expuestos a las violencias de todo tipo de una organización guerrillera conjuntada con un gobierno extranjero.
Los ministros directamente responsables se pasean orondos por los medios, el congreso y los corredores del poder mintiendo sobre la conmoción interior alegando que lo sucedido fue imprevisto e inevitable.
Colombia entera sabe que lo sucedido no fue imprevisto ni inevitable. Pero el país debe ahora soportar la doble lamentable frustración de ver como estos ineptos y cínicos funcionarios miran para otro lado cuando se les exigen cuentas y se aferran al cargo, su poder y beneficios, mientras la tragedia continúa y se extiende en el Catatumbo.
Cuando se les reclame dirán que se les debe seguir un juicio disciplinario, exhibirán vergonzosas excusas, traerán falsas justificaciones y manotearán alterados alegando que no tienen la culpa.
En tantas latitudes lo primero, mucho antes de indagar sobre la responsabilidad disciplinaria o penal derivada de la omisión consiente o derivada de la incompetencia, que los ciudadanos esperan y obtienen es un gesto de vergüenza como la renuncia del responsable. Y si la soberbia, el interés o la incuria no motivan el decoro de la renuncia, alguien en las escalas de mando tiene la integridad de reclamarla.
En este paraíso de sinvergüenzas e impunes, no solo no obtenemos las renuncias por la incompetencia cuasi criminal, sino que ni siquiera logramos levantar la voz del consenso interpartidista para reclamarla. Nuestros líderes posiblemente piensan que si lo hacen serán medidos con la misma vara cuando ellos mismos o sus fichas ocupen cargos de responsabilidad. Invierten en impunidades políticas futuras. Y como ciudadanos nos resignamos a la permanencia de quienes nos han fallado en sus deberes, incluso cuando a muchos de nuestros iguales les haya costado la vida.
La falta de vergüenza es sin duda uno de los orígenes de todos nuestros males y nadie sabe dónde y cuándo se perdió.
Enrique Gómez Martínez